Hay voces femeninas que son un mundo. Tienen mil y un matices: te acarician y te adormilan mientras te cuentan una historia de toda la vida, generan una risa salvaje que resuena y explota contra el pecho de su locutor y cuyo eco vibra, revuelve el aire y despierta sensaciones confusas e indefinibles, disparan ordenes con una seguridad napoleónica que elimina cada ademán de resistirse, afirman su razón de ser con orgullo bien medido, se bañan con lujuria exhibicionista en las miradas de sus espectadores, se dejan domar cuando quieren y responden con gemidos agradecidos. A veces roncas y chirriantes, a veces bien moduladas, sofisticadas. Voces ásperas y profundas, misteriosas como sus amas.
Hace muchos años descubrí que me fascinan las mujeres. Mejor dicho, me fascina lo femenino. Recuerdo una época – tendría unos veinte y pico -, cuando vivía en Alemania y volvía a mi país natal, Bulgaria, para las vacaciones de verano. Caminaba por las calles de Sofía, y no paraba de girarme detrás de las mujeres con las que me cruzaba: tan exóticas me parecían todas. Cada una era en mis ojos la quintaesencia de la sensualidad, la fuerza y el misterio femenino, la coquetería y la vanidad con buen gusto, que invitan y se hacen respetar por lo que son. Caderas danzantes, espaldas erguidas, rasgos balcánicos, andar seguro. Más allá del gusto – que a veces era envidiable – a la hora de vestir, emanaban todas una afirmación, vitalidad, manifestaban su presencia en el mundo con firmeza y valentía. Puede que me hubiera cansado del beige, gris y marrón – los colores principales que llenaban las calles de la ciudad alemana dónde vivía. O tal vez fueran los rostros – no necesariamente serios, pero preocupados por ser amables mientras distantes, las cabezas mayormente rubias, que me transmitían una ligera sensación claustrofóbica, y que contribuyeran a que al chocar con su opuesto en las calles de la capital búlgara me dejara embriagar. También puede ser que mi imaginación ayudara a crear ese mito en mi cabeza. Desde entonces ahí dentro camina y baila una mujer ideal: una imagen idealizada, una fantasía que en la vida real maravilla a muchos, pero no retiene a tantos.
No suelo releer libros. Prefiero centrarme al máximo una sola vez, absorber el universo completo que edifican, con todos los detalles que caben en mi cuerpo, en mi cabeza – mi cuerpo también lee, las imágenes que construyen las palabras resuenan en cada una de mis fibras y células. Lo cierto es – también – que no consigo encontrar la paciencia necesaria para fijarme en los detalles, y además, adoro la intensidad que creo al esforzarme de comprender todo, absolutamente todo, de un golpe.
Muchas veces lo consigo.
Pero aquí me encuentro a mí misma, releyendo Apegos feroces de Vivian Gornick. Después de ver un par de entrevistas con la que se considera una de las fundadoras del movimiento feminista en los Estados Unidos en los años setenta, descubro que su libro tiene la misma voz como la autora en vivo: claro, directo, amable, crítico. Sin perderse en divagaciones abstractas, sin adoctrinar. Valiente y firme. Mientras mis ojos recorren los párrafos, en mi cabeza se forma la pregunta qué clase de mujer sería, qué conclusiones extraería de esa etapa de su vida. Sigo leyendo y me llama la atención el estilo elegante de sus frases: hay algo muy cool – neoyorquino – en ellas. A la vez supongo que revelar las lecciones de la vida rompería la original estructura del texto: es el lector que debe extraer sus propias conclusiones.
Un gran mérito del libro es su autenticidad. Gornick no pierde tiempo en especulaciones, sino simplemente describe la realidad – su realidad -, de manera tan vivida y clara que convierte cualquier historia anodina de la cotidianidad en el barrio en un acontecimiento sumamente atractivo. Seguramente gracias – y este es otro de los méritos del texto – a su capacidad de observar y poner en palabras aquellos rasgos que hacen de las personas personajes de ficción, los vuelven inolvidables. Casi envidiable es la capacidad de Gornick de dar en el clavo, de llegar a la esencia de una persona. “Su belleza se hizo más intensa. Se volvió intocable”, describe el efecto de Rick en su esposa Nettie.
Aquí están los habitantes del edificio en el Bronx, donde se crió. Las páginas del memoir se llenan con el ruido de las calles donde cualquier encuentro casual puede convertirse en una señal del destino, los gritos y el cotilleo, la dureza de las mujeres judías de clase obrera, la sensualidad naïf de Nettie. Son estas mujeres que marcan su infancia, que la enseñan a tratar con la vida, con los hombres. En aquel barrio obrero nadie se toma el tiempo para educar a las niñas cómo hay que vivir la vida: una observa y aprende sola.
Aquí están dos mujeres atrapadas en la relación de la una con la otra: madre e hija, cada una sola, ninguna capaz de amar a la otra. Una madre que necesita ser una sabelotodo y una hija que adopta el tono de una sabelotodo. Me pregunto si alguna vez cuestionó la relación con su madre. Una relación que después de la muerte repentina del padre se convierte en “obsesión consciente de tener siempre a mi madre a la vista”. Una relación tóxica que – como deja entrever el texto – influyó en la capacidad o disposición de Vivian Gornick de crear y mantener relaciones amorosas sanas y duraderas.
La relación con la madre está contada a través de los ojos de una mujer joven que todavía no ha conseguido crear una distancia emocional entre sí y su madre egocéntrica, que todavía no ha cortado el cordón umbilical. Nunca hace ninguna referencia directa a la influencia de su madre en su capacidad de crear relaciones amorosas. Vemos a la niña, luego a la adolescente, luego a la mujer que conoce cada pieza del puzzle: cada gesto de su madre, cada matiz en su voz, cada mueca, pero no consigue – o no quiere – ver la imagen completa.
De alguna manera, precisamente la excelencia del lenguaje crea distancia entre la escritura y el lector. Aspirar a la brillantez crea distancia, pensé después de la primera lectura. Para la segunda ya estaba mentalmente preparada, sabía qué buscaba: en las páginas encontré a la hija que cumple con las expectativas, con las exigencias de la madre egocéntrica, y que, sin embargo, nunca llega a merecer su reconocimiento.
A lo mejor hay que leer Apegos feroces y La mujer singular y la ciudad como parte uno y parte dos de la misma historia: las indagaciones de una mujer sobre la relación con su madre. Cada niño – cada persona – necesita llegar a un porqué, a saber por qué le ha tocado una madre, o un padre egocéntrico, incapaz de amar, de mostrar su amor, de enseñar a amar. Es difícil conformarse con la idea de que algunas preguntas no tienen respuestas, y tanto más arduo resulta el esfuerzo de desprenderse de la dependencia emocional que se crea en estas relaciones y a la que enseña una madre egocéntrica.