El hombre que lee el mismo libro o La clase de griego, de Han Kang

Fue como si me besara el tiempo 

 Han Kang

Esperaba el metro cuando un hombre pasó delante de mí, buscando un hueco donde quedarse hasta la llegada del tren. Sujetaba un libro en la mano y mientras caminaba despacio, leía. Reconocí la cubierta, porque una hora antes había comprado el mismo libro, que ahora aguardaba en una bolsa de papel entre mis piernas:  La clase de griego.

Me alegré, con la alegría espontánea del cómplice, del sentirse comprendido. El cansancio agradable del paseo largo se esfumó, y el sudor por el calor inusual, tedioso a principios de octubre que me empapaba la camiseta dejó de molestarme.

Era una maniobra complicada que este hombre ejercía: mientras sujetaba el libro con una mano y con la otra pasaba la página, sus ojos buscaban orientarse por encima de sus gafas de leer y encontrar un espacio para el cuerpo, y sus piernas – con pasos cuidadosos, pensativos, lo desplazaban hacía la columna donde por casualidad no se habían aglomerado otros viajeros como él.

Ahora, en casa, inmersa en las páginas de Han Kang, me pregunto si este hombre, mi cómplice sin saberlo, también percibe de la misma manera la delicadeza de las escenas, el silencio de sus palabras. Un silencio que pesa tanto como la tierra misma, y una delicadeza con la calidad de un cuchillo afilado que despiertan en mí la necesidad de soltar un grito ciego, salvaje, para poder soportarlas. Pocas veces nos encontramos con autores que cuidan del lenguaje como se cuida a un ser querido, en cuyos textos el lugar de cada palabra está elegido, sopesado con suma precisión y – diría yo, con respeto por el lenguaje en sí.

Dos seres dolidos que se acercan el uno hacía el otro. Cada uno es la llave, la cura para la herida del otro, cada uno es la salvación del otro. ¿Qué pensará mi cómplice de esta historia?

¿Percibirá la violencia   – también silenciosa, escondida, intuida  –  la violencia cruda de la vida, de la naturaleza –  de decidir sobre las circunstancias por las que hemos de pasar, sin darnos una pista de si lo conseguiremos, si saldremos vivos de esta? Perder la vista, perder el oído, perder el habla –  ¿cuál duele más?

¿O dirá simplemente: un buen libro, me gustó mucho?, y asentirá con la cabeza, para otorgar más fuerza a sus palabras –  casi sonrojándose, algo avergonzado por no estar acostumbrado a pronunciar grandes palabras de elogio, a servirse de superlativos, lo cual de todos modos a menudo resulta una reacción cliché, simplona, en ciertas situaciones hasta esnob. Pues este es uno de esos libros – tal vez pensaremos los dos: mi cómplice y yo -, sobre los que resulta casi imposible escribir, porque cualquier comentario resulta demasiado ruidoso, basto, cualquier superlativo hiere, rasga la compenetración perfecta entre el silencio grandioso  y la sensualidad palpable que nos deja sin aliento. 

Señorita

– ¿No te alegras cuando te dicen señorita? – me sonríe la cajera en el supermercado mientras me acomoda el aparato para pagar con tarjeta, y yo apenas consigo asfixiar el impulso de salir corriendo para buscar un espejo, olvidándome de las bolsas pesadas en mis manos con leche de almendras y arándanos, con queso mozzarella y albahaca, con limones y tomates para ensalada, y un montón de otras cosas que contienen antioxidantes, omega tres y fibra y son tan beneficiosas para mi salud mental, y que he comprado con tanta alegría y confianza de poder  – si no prevenir, al menos controlar – lo inevitable y comprobar si se me ve, si se me ve que ya no soy señorita sino señora, si tengo más canas, si ya tengo arrugas, o ¿debo decir -más arrugas?, o tal vez: ¿arrugas más profundas?, si mi piel ha perdido su brillo y frescura, si mis ojos también han envejecido – dónde está el espejo -, si la redondez perfecta de mis pechos hermosos se ha convertido en una masa deforme – dios mío, soy vieja – si la barriga sexy y pequeña que antes solía observar  y acariciar con el cariño de madre orgullosa (¡antes!) ya nunca será la que era –  lo saben todos – , y en lugar de esto le devuelvo la sonrisa cómplice y las dos iluminamos al señor que ha pronunciado la palabra embrujada y  que no se ha dado cuenta de nada.

Dientes, espejos y vanidad

Observo mis dientes a diario, los inspecciono a la luz brillante en el baño. Me acerco al espejo (soy algo miope), de modo que la punta de mi nariz casi toca su reflejo, clavo los ojos en mis dientes  – no tan blancos, ni grandes, ni pequeños, ni muy bien cuidados, –  y frunzo el ceño. Lo último no ayuda a ver mejor, solo crea la ilusión de poner más esfuerzo en el acto de mirar. 

La dentista también miró mis dientes: sin esfuerzo, sin espejo y sin fruncir el ceño. Hay que sacarlo, dijo con voz categórica, yo añadiría, con una pizca de entusiasmo y otra de alegría. Tal vez con una idea de dramatismo también. Un cocktail explosivo. Finjo que me rindo ante su veredicto. Cuando uno se halla en territorio hostil, ayuda solo la astucia, nunca el ataque frontal. Con voz resignada, de súbdito, celebro su omnisciencia. 

Al salir de su consulta, lamento la futura pérdida de mi diente ni tan bello, ni tan blanco, ni tan grande, ni tan pequeño, ni tan bien cuidado. Es mío.

Me siento vieja.

El perro de mi vecina

El perro de mi vecina murió. Acompañó a la familia como pudo, era fiel cuando debía y porculero cuando le apetecía. Al final su cuerpecito se cansó de vivir. Los niños se despidieron de él. Lloraron y lo abrazaron. Lo besaron en la nariz mojada y entre las orejas. También en la frente, como se besa a los hijos predilectos. Los dueños se despidieron de él. Le dijeron que le querían y dejaron que su alma perruna fuera libre. 

Al enterarme, me fui a casa, abracé a mi gata. Intercambiamos una de aquellas miradas directas y profundas. Me imaginé su hora de muerte, se me llenaron los ojos con lágrimas y casi se me escapa un sollozo: pequeñas tragedias absurdas, cuando el día a día es demasiado previsible. Gracias a Dios, ella tiene los pies en la tierra y mis dramas, reales o imaginados, no la impresionan. 

Ahora las cenizas del perro alimentan un árbol.

La valla de Elish

Una valla rodea la casa de Elish. No es un seto, ni un muro. Tampoco es un obstáculo o un impedimento. No es un estorbo, ni un inconveniente, ni una traba. Es una valla de madera. Una valla de rojo intenso, como en los cuentos de hadas. Al menos, esto es lo que creo, porque no sabemos si los hadas tenían vallas (¿para qué servirían?) y aún menos, si eran de rojo intenso. Es una comparación arbitraria. El caso es que en los cuentos de hadas, los colores vivos son más vivos. Los villanos son más villanos, y las princesas – más princesas. Las casas son más idílicas, los árboles – más frondosos, el cielo –  más celeste (¿¡un celeste intenso?!). De todos modos, me gusta pensar que Elish tiene una valla de rojo intenso. La he visto, lo sé con seguridad: es del rojo más intenso que he visto nunca, que contrasta y brilla entre los arbustos verdes, no verde intenso, sino verde sin más. 

El marido de Elish está pintando la valla. 

De rojo intenso.

Y, ¿qué es, este amor suyo? «Sed», de Amélie Nothomb

Esta es la pregunta que dirige Judas a los discípulos de Jesús, la clave entorno a la que gira la doctrina cristiana, pero también la necesidad humana de ver, oír, tocar este amor – de tratarlo como un bien material, como algo sólido cuya existencia no necesita interpretación, y que, por otro lado, resume la necesidad del ser humano de comprender. Para mí es la frase que sostiene el libro.

El Cristo que dibuja Amélie Nothomb es extremadamente sensual, y la intensidad con la que el Hijo de Dios percibe su cuerpo físico lo eleva a un estado sobrehumano, lo convierte en el Cristo: un Cristo que busca, vive y disfruta el amor a través de lo corporal. Queda evidente la intención de la autora de crear una imagen opuesta al ser espiritual: su Cristo llora del placer de respirar el aire matutino, al sentir la sensualidad que causa una sopa humilde o agua, “no necesariamente fresca”. Sus células vibran con los placeres de la carne, reducidos a lo esencial: sentir el ahora, percibir y vivir el momento presente al máximo a través de algo tan sencillo y necesario como el aire.

Un Cristo bastante sarcástico en cuanto a la institución del matrimonio y con un guiño a la hipocresía que suele acompañar las reuniones de fiesta, que obra milagros sin darles importancia. Algo inocente, quizás incluso ingenuo suena el relato sobre su milagro favorito y las reflexiones sobre su vida hasta esa última noche, y uno se pregunta si la autora intenta no solo acercarlo a sus lectores, hacerlo más humano, sino mostrarlo a propósito en una luz poco favorable.

La parte más bella del libro contiene las reflexiones de Cristo sobre la sed y el amor divino. ¿La sed nos convierte en místicos? El experimento de llevarse a los límites de morir de sed para luego sentir la chispa divina, no – sentir a Dios, a través de la gota de agua que devuelve la vida al cuerpo es un momento místico y sensual. Un momento que purifica, un acto que purifica. Hay que desafiar al cuerpo para llegar a lo divino: privarlo de comida, sueño, agua, para forzarlo a participar en el acto de elevarse por encima de lo material, lo mundano. Convertirlo en un instrumento. Convertirse en la sed. Sentir este amor es ser el Cristo. Trascender.

No tan original y bello es su sueño ingenuo de última hora de verse envejeciendo en familia, rodeado de hijos y la tranquilidad del día a día. El camino hacia la Gólgota es un protocolo de sus pensamientos, un registro de cada detalle, una auto-observación, que a veces adopta el tono evangélico, y a veces se desvía en reflexiones vacías.

Queda evidente la intención de Nothomb de cuestionar – si no destruir –, uno tras otro, todos los fundamentos sagrados sobre los que se construye la doctrina cristiana, empezando por el sacrificio de Jesús: “El amor que me consume afirma que cada uno de nosotros es insustituible. Es horrible saber que mi suplicio no servirá para nada.” La frase “Toda la condición humana se puede resumir así: podría ser peor.” resuena bastante superficial, especialmente después de la belleza cristalina del análisis de la sed. Algo forzada me parece la reflexión de que decirle a un crucificado que se salvará, sabiendo que al otro crucificado no le tocará esta suerte, es cínico y mezquino. Llama la atención el empeño de la autora de forzar a Jesús en la imagen del chaval ingenuo y sencillo, sensible y “normalito”: sin pizca de ideas y pensamientos elevados, con un mundo interior muy pequeño. Nothomb construye otra trinidad: la sed, el amor, la muerte, y cuestiona a Dios: “Te molestará que hombres cercanos y lejanos vivan la trascendencia de distinta manera.” Y más: “No conoces el amor. El amor es una historia, hace falta tener un cuerpo para contarla.” Rechaza también la ley más sagrada del cristianismo: ama al prójimo como a ti mismo. Quién acepta una muerte “monstruosa, humillante, indecente, interminable no se ama”. La expiación es un concepto “repugnante por su sadismo absurdo”.

En una segunda lectura, el libro pierde bastante de su fascinación. Ocurre cuando se empiezan a entrever las costuras de la obra, la estructura que lo sostiene. Nothomb da la vuelta al revés, sistemáticamente, a todos los momentos sagrados del final de la vida de Jesús, imponiéndoles un tono bastante terrenal, mundano, superficial. Este es el concepto principal del libro, que, al final, no resulta especialmente original o innovador.

in-migraciones

Umberto Eco, por Andrzeja Graniaka.

Uno de los primeros textos que he traducido del italiano ha sido Migraciones, un artículo de Umberto Eco del año noventa, en el que hace referencia al fenómeno de la inmigración y recuerda al lector que lo que Europa vive y teme desde hace décadas es un proceso migratorio, como los que han ocurrido anteriormente en la historia de la humanidad, y que es un proceso que no solo forma parte de la historia, sino es también inmanente al ser humano.

Ahora la migración, imperceptible porque asume el aspecto de un viaje en avión y de una parada en la Oficina de Extranjeros de la Comisaría o del desembarque clandestino, se produce de un Sur cada vez más árido y hambriento hacia el Norte. Parece una inmigración, pero es una migración, es un evento histórico de alcance incalculable, no ocurre debido al tránsito de hordas que ya no dejan crecer la yerba por donde han pasado sus caballos, sino en racimos discretos y sumisos, y desde luego no llevará siglos y milenios, sino décadas. Y como todas las grandes migraciones habrá como resultado final una reorganización étnica de las tierras de destino, un inexorable cambio de las costumbres, una hibridación incesante que cambiará estadísticamente el color de la piel, del cabello, de los ojos de los pueblos, tal como no muchos normanos establecieron in Sicilia el tipo humano rubio y con ojos azules.”*

Tal vez el miedo a la in-migración en realidad es miedo de sentirse parte de la historia, de vivir a consciencia los procesos que transforman los países, los individuos y su día a día. Parecen dolorosos, nunca son bienvenidos, suelen ser comparados con una violación – del status quo, de la seguridad de lo conocido. Dice Anne Applebaum: “En otras palabras, cuando la gente afirma estar irritada por la cuestión de la “inmigración”, no siempre está hablando de algo que haya vivido y experimentado; está hablando de algo imaginado, de algo que teme.”

Se percibe la magnanimidad del sabio en las palabras de Eco, cuando dice: “Las grandes migraciones no se detienen. Simplemente, uno se prepara para vivir una nueva etapa de la cultura afroeuropea.”* . Para mí suena, a la vez, como una invitación al lector a ser magnánimo, a mostrarse “digno de las cosas más grandes” (Aristóteles), a aceptar que uno no puede escapar de sí mismo, ni de los tiempos que lo han tocado vivir, y el saber que estos procesos van a ocurrir a una velocidad vertiginosa se siente como un chute de adrenalina.

Pero tal vez este proceso migratorio asusta solo si elegimos ignorar los cambios, no asumir responsabilidad. si elegimos ser tan solo espectadores pasivos y esperar que la historia obre por encima de nosotros.

*La traducción es mía.

De mujeres, madres y Vivian Gornick: Reflexiones a partir de «Apegos feroces»

Hay voces femeninas que son un mundo. Tienen mil y un matices: te acarician y te adormilan mientras te cuentan una historia de toda la vida, generan una risa salvaje que resuena y explota contra el pecho de su locutor y cuyo eco vibra, revuelve el aire y despierta sensaciones confusas e indefinibles, disparan ordenes con una seguridad napoleónica que elimina cada ademán de resistirse, afirman su razón de ser con orgullo bien medido, se bañan con lujuria exhibicionista en las miradas de sus espectadores, se dejan domar cuando quieren y responden con gemidos agradecidos. A veces roncas y chirriantes, a veces bien moduladas, sofisticadas. Voces ásperas y profundas, misteriosas como sus amas.

Hace muchos años descubrí que me fascinan las mujeres. Mejor dicho, me fascina lo femenino. Recuerdo una época – tendría unos veinte y pico -, cuando vivía en Alemania y volvía a mi país natal, Bulgaria, para las vacaciones de verano. Caminaba por las calles de Sofía, y no paraba de girarme detrás de las mujeres con las que me cruzaba: tan exóticas me parecían todas. Cada una era en mis ojos la quintaesencia de la sensualidad, la fuerza y el misterio femenino, la coquetería y la vanidad con buen gusto, que invitan y se hacen respetar por lo que son. Caderas danzantes, espaldas erguidas, rasgos balcánicos, andar seguro. Más allá del gusto – que a veces era envidiable – a la hora de vestir, emanaban todas una afirmación, vitalidad, manifestaban su presencia en el mundo con firmeza y valentía. Puede que me hubiera cansado del beige, gris y marrón – los colores principales que llenaban las calles de la ciudad alemana dónde vivía. O tal vez fueran los rostros – no necesariamente serios, pero preocupados por ser amables mientras distantes, las cabezas mayormente rubias, que me transmitían una ligera sensación claustrofóbica, y que contribuyeran a que al chocar con su opuesto en las calles de la capital búlgara me dejara embriagar. También puede ser que mi imaginación ayudara a crear ese mito en mi cabeza. Desde entonces ahí dentro camina y baila una mujer ideal: una imagen idealizada, una fantasía que en la vida real maravilla a muchos, pero no retiene a tantos.

No suelo releer libros. Prefiero centrarme al máximo una sola vez, absorber el universo completo que edifican, con todos los detalles que caben en mi cuerpo, en mi cabeza – mi cuerpo también lee, las imágenes que construyen las palabras resuenan en cada una de mis fibras y células. Lo cierto es – también – que no consigo encontrar la paciencia necesaria para fijarme en los detalles, y además, adoro la intensidad que creo al esforzarme de comprender todo, absolutamente todo, de un golpe.

Muchas veces lo consigo.

Pero aquí me encuentro a mí misma, releyendo Apegos feroces de Vivian Gornick. Después de ver un par de entrevistas con la que se considera una de las fundadoras del movimiento feminista en los Estados Unidos en los años setenta, descubro que su libro tiene la misma voz como la autora en vivo: claro, directo, amable, crítico. Sin perderse en divagaciones abstractas, sin adoctrinar. Valiente y firme. Mientras mis ojos recorren los párrafos, en mi cabeza se forma la pregunta qué clase de mujer sería, qué conclusiones extraería de esa etapa de su vida. Sigo leyendo y me llama la atención el estilo elegante de sus frases: hay algo muy cool – neoyorquino – en ellas. A la vez supongo que revelar las lecciones de la vida rompería la original estructura del texto: es el lector que debe extraer sus propias conclusiones.

Un gran mérito del libro es su autenticidad. Gornick no pierde tiempo en especulaciones, sino simplemente describe la realidad – su realidad -, de manera tan vivida y clara que convierte cualquier historia anodina de la cotidianidad en el barrio en un acontecimiento sumamente atractivo. Seguramente gracias – y este es otro de los méritos del texto – a su capacidad de observar y poner en palabras aquellos rasgos que hacen de las personas personajes de ficción, los vuelven inolvidables. Casi envidiable es la capacidad de Gornick de dar en el clavo, de llegar a la esencia de una persona. “Su belleza se hizo más intensa. Se volvió intocable”, describe el efecto de Rick en su esposa Nettie.

Aquí están los habitantes del edificio en el Bronx, donde se crió. Las páginas del memoir se llenan con el ruido de las calles donde cualquier encuentro casual puede convertirse en una señal del destino, los gritos y el cotilleo, la dureza de las mujeres judías de clase obrera, la sensualidad naïf de Nettie. Son estas mujeres que marcan su infancia, que la enseñan a tratar con la vida, con los hombres. En aquel barrio obrero nadie se toma el tiempo para educar a las niñas cómo hay que vivir la vida: una observa y aprende sola.

Aquí están dos mujeres atrapadas en la relación de la una con la otra: madre e hija, cada una sola, ninguna capaz de amar a la otra. Una madre que necesita ser una sabelotodo y una hija que adopta el tono de una sabelotodo. Me pregunto si alguna vez cuestionó la relación con su madre. Una relación que después de la muerte repentina del padre se convierte en “obsesión consciente de tener siempre a mi madre a la vista”. Una relación tóxica que – como deja entrever el texto – influyó en la capacidad o disposición de Vivian Gornick de crear y mantener relaciones amorosas sanas y duraderas.

La relación con la madre está contada a través de los ojos de una mujer joven que todavía no ha conseguido crear una distancia emocional entre sí y su madre egocéntrica, que todavía no ha cortado el cordón umbilical. Nunca hace ninguna referencia directa a la influencia de su madre en su capacidad de crear relaciones amorosas. Vemos a la niña, luego a la adolescente, luego a la mujer que conoce cada pieza del puzzle: cada gesto de su madre, cada matiz en su voz, cada mueca, pero no consigue – o no quiere – ver la imagen completa.

De alguna manera, precisamente la excelencia del lenguaje crea distancia entre la escritura y el lector. Aspirar a la brillantez crea distancia, pensé después de la primera lectura. Para la segunda ya estaba mentalmente preparada, sabía qué buscaba: en las páginas encontré a la hija que cumple con las expectativas, con las exigencias de la madre egocéntrica, y que, sin embargo, nunca llega a merecer su reconocimiento.

A lo mejor hay que leer Apegos feroces y La mujer singular y la ciudad como parte uno y parte dos de la misma historia: las indagaciones de una mujer sobre la relación con su madre. Cada niño – cada persona – necesita llegar a un porqué, a saber por qué le ha tocado una madre, o un padre egocéntrico, incapaz de amar, de mostrar su amor, de enseñar a amar. Es difícil conformarse con la idea de que algunas preguntas no tienen respuestas, y tanto más arduo resulta el esfuerzo de desprenderse de la dependencia emocional que se crea en estas relaciones y a la que enseña una madre egocéntrica.

Malena

Un vestido se desliza por el cuerpo.

Al cruzar las rodillas

detiene el olor de su textura.

No son los colores de la noche

son los hilos de su trama

los que cruzan la oscuridad.

Detenida, también

la memoria ata sus manos a los tobillos.

Un olor a vino

cruza la puerta

un olor a perfume

sale por la ventana

un olor a sudor se detiene en el cuerpo

las piernas

rasgan el último pedazo de seda.

 Ana Belén López

 

Poco después de media noche Malena dejaría de existir y su nombre de tango no sería más que una burbuja en el vaso medio vacío que encontrarían a su lado. Poco después de media noche sus piernas largas y delgadas dejarían de jugar el juego gracioso con los pliegues de su vestido. Unas piernas morenas, a las que el sol y las olas habían estado mimando durante semanas hasta impregnarlas del sabor de la luz salada.

¿Sería un accidente, tal vez? ¿El efecto mal calculado de un juego indeseado de cuerpos, de testosterona despierta del olor a perfume, calor y verano? Que crea la ilusión efímera de que todo está permitido y que la vida debería ser un gran juego.

Cuando se preparara para salir Malena no pensaría en que aquella podría ser su última noche: ¿¡Quién lo haría?! La juventud consideraría semejante idea una broma de mal gusto. Tal vez Malena quería celebrar aquella noche: celebrarse a sí misma, a su cuerpo joven, mimado por la arena, los rayos del sol y la espuma del mar. Tal vez quería exhibir su piel fresca, enlazar en su cabello denso y largo las miradas sedientas de jugar. ¡Qué fácil es el juego de la seducción! Probablemente sonreiría, con una sonrisa distante que a la vez escondía una invitación. En verano, en la playa, todo el mundo parece atractivo.

Tal vez Malena se pondría aquel vestido de seda, por el gusto de sentir las caricias de la tela, tal vez presentiría el intercambio de miradas y olores, los toques como sin querer de un brazo, la cercanía de un cuerpo que despertaba deseo, un cosquilleo leve en la barriga que evocaría en ella una sonrisa inconscientemente desafiante y un brillo oscuro en los ojos.

O tal vez no sería un accidente. Tal vez algún cuerpo fuerte, musculoso, cegado por la brisa nocturna y el susurro abrumador de las olas creería ser el ser más poderoso del mundo, con la seguridad de que todo lo que deseaba le pertenecía. Es extraña, esta dimensión que se crea, en la que los límites se convierten en espacios borrosos. Tal vez aquel cuerpo fuerte, masculino, no quiso, o no pudo contener su deseo. Tal vez tampoco lo quiso Malena.

Nunca lo sabremos.

La encontrarían entre las sábanas de una habitación de hotel triste. La juventud no merece morir en una habitación de hotel triste, anónima. Yacería ahí, con su vestido de seda rasgado, que seguiría acariciando sus piernas, como un perro fiel que no se separa de su ama

 

 

 

 

 

 

La lectura

Lo que ella sabía/Lydia Davis

La gente no sabía lo que ella sabía, que en realidad ella no era una mujer sino un hombre, a menudo un hombre gordo, pero más a menudo, probablemente, un viejo. El hecho de ser un hombre viejo le hacía más difícil ser una mujer joven. Le resultaba difícil hablar con un hombre joven, por ejemplo, aunque el joven estuviese abiertamente interesado por ella. Tenía que preguntarse: ¿Por qué está flirteando este joven con este viejo?

La relación que creo con cada texto —hasta cierto punto— se asemeja a una relación amorosa. Aunque en realidad es mucho más compleja. Y más grata.

A la hora de hundirme en un texto me invade un egocentrismo infantil. Necesito identificarme por completo con el personaje, hasta el punto de que, cuando abandono su mundo (el mundo verbal), de repente me siento nadie. Tardo un buen rato en volver a mí conciencia, a la realidad, a sentir mi cuerpo. Es decir, incluso cuando leo y me entrego a las palabras por completo, me pongo a mí misma en el centro. ¿El centro de qué? El centro del intermundo que creo mientras leo, que es a la vez mi mundo y un mundo ahí fuera, que observo y analizo desde la distancia, desde dentro.

Los textos cortos engañan: hay que leer cada palabra. Mejor dicho, me engaña mi soberbia, la costumbre de sobrevolar las líneas con la seguridad de que mi intuición, mi conocimiento infalible, encontrarán las palabras importantes, las frases clave, que son las únicas que tiene sentido leer. Me enfada ver que el autor se ha saltado algún punto de vista: en mí despierta la perfeccionista, la sabelotodo. ¿De dónde venía, por ejemplo, la seguridad de la mujer que los hombres querían flirtear con un viejo? ¿Por qué no dudó de si realmente era un hombre viejo? Si la historia enfoca la autopercepción, tal vez haya otras identidades escondidas en su mente. Tal vez la identidad de un hombre viejo es un capricho de su subconsciente. Debe de ser una mujer a la que no le falta autoestima. Pero, ¿debo yo deducirlo como lectora, debo suponerlo o simplemente es un detalle que la escritora no ha visto en el proceso de escritura? A veces empiezo a darle vueltas a un detalle como este. A lo mejor la escritora (también) se identifica con esta mujer. ¿Qué habrá pensado mientras creaba la historia?

Es preferible no pronunciar mis reflexiones en voz alta: alguna vez cometí el error de verbalizar mi tic de hurgar en la mente de autores y personajes. ¿Cómo explicar que lo que acababa de pronunciar en voz alta era a lo mejor la página 17 del libro de mis laberintos mentales, y que los que por casualidad los oían se habían perdido las primeras dieciséis páginas? Alguna vez habré sonado como alguien cuya cabeza no funciona como debería.

Pero así he descubierto que los años de lectura me han enseñado a identificarme con dos personajes a la vez. Con el autor y con su personaje, perdiéndome sin perderme a mí misma.

Estoy fuera y dentro del texto a la vez, como ya dije, una variante de Alicia en mi propio país de las maravillas. Desde el primer segundo en el que leo ella, fijo una imagen de una mujer de mediana edad, con cabello largo, oscuro, liso. No especialmente atractiva, de tipo sureño, con tintes de la escena alternativa. No sabría decir por qué. ¿Me identifico con las mujeres sureñas? Bueno, ¿qué quiere decir identificarse? Tal vez simplemente encuentro más atractivo el tipo sureño. Empiezo a hurgar en mi inconsciente: las mujeres rubias por algún motivo me dejan fría.

Necesito convertirme en esa mujer, para ver cómo piensa.

Al final, después de haber saltado y buceado hasta el fondo del mundo de la mujer del cuento, salgo, vuelvo a mí y me digo que esto no es nada más que un juego de puntos de vista: rebajarlo a una cotidianidad satisface mi ego, me da la sensación de haber superado la historia, en el sentido de sentirme superior —nunca soy más competitiva que como cuando intento averiguar qué pensaba el autor mientras escribía. Al descubrir su secreto, puedo abandonar el texto tranquilamente.

¿Soy una lectora neurótica? Diría que no. Pero extrañamente, en mí despierta un narcisismo de demostrarme que soy capaz de absorber, que he absorbido el personaje del texto, al autor, hasta el último matiz. Soberbia del ignorante.

Sí, soy egocéntrica cuando leo. No consigo resistirme al impulso de gritar contra las páginas:

—Lo sé, ya lo sé, y mejor que nadie.

Soy la única que es capaz de llegar a los secretos y despacharlos con soberbia.

—Lo sabía, nada del otro mundo.

Y también cuando leo, me desnudo. El texto es mi espejo, choco con mis enredos y tormentas, lucho contra mí, me siento feliz. Convierto a esa mujer sureña en el centro de mi universo. Quizás por el simple hecho de que en él ahora soy yo la que la lee.