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La rueda de la fortuna

Párate al instante, pero, al mismo tiempo, enciende esa actitud soberbia tan típica de ti, que te ayuda ocultar el asombro, la estupefacción de verla. Y que te ayuda poner una barrera ante tu vulnerabilidad. Gírate un poco hacia ella. (No te ve, porque está a unos veinte metros de ti, buscando su gate, y alrededor de ella hay un montón de gente. En realidad, fue pura suerte que la reconocieras.) Mírala y pregúntate qué ha sido de todos estos años en los que no dejaba de aparecerte su rostro y no comprendías por qué.

Sigue observándola, sin acercarte. Disfruta de tu ventaja. Empieza a avanzar despacio en su dirección, con – de nuevo – tu típico andar chulo, con la espalda erguida y la barbilla hacia delante. Piensa que ahora verás la sorpresa en sus ojos y felicítate una vez más por haberla visto primero. Sabes que así tienes la oportunidad de “pillarla” desprevenida y de leer en sus ojos cómo percibe este reencuentro. Sigue caminando. Párate de repente, del choque con sus ojos, que por un motivo inexplicable se giran a casi ciento ochenta grados y se clavan en ti. No te buscan. Se clavan. Pregúntate, tal como te has preguntado docenas o cientos de veces a lo largo de los años, si entre vosotros existe la telepatía. Quédate mirándola, permite que ella también explora tu rostro, siéntete vulnerable, inseguro mientras sus ojos pasan por tus hombros, tu cuerpo. Siente el placer de dejar que sus ojos te exploren.

Saluda con un sencillo: “Hola”. Recuerda las conversaciones, deja que tu cuerpo recuerde al suyo, a la sensación de estrecharla entre tus brazos, de pasar la mano por su muslo fuerte. No dejes que ella lo note. Pero deja que ella te abrace con su – también típica – vehemencia. Agradécelo en tu cabeza, porque en realidad te mueres por hacer lo mismo, pero sabes que no te atreves. Quedaos los dos, entre las maletas y las personas que corren para arriba y para abajo.

Siente miedo a la hora de abrir la boca.

Quédate erguido – eso impone algo de distancia -, con el grifo de la maleta en la mano. Dile: “Me alegro de verte. ¿Cómo te ha ido?” Sonríe. Suelta la maleta de repente y abrázala. Tenla, sujétala con mucho cuidado: dale tu abrazo más tierno. Dile: “Sabes, tengo sólo unos minutos. Mi avión despega en media hora.” Escucha su respuesta: “Ya, qué pena.” Responde a su pregunta: “Bien, viajo por trabajo. Me van bien las cosas últimamente. “ Pregunta: “¿Y tú?” Mira sus palabras mientras escuchas sus rostro. Fíjate en sus ojos, date cuenta de que está nerviosa. Pregúntate cómo es que has perdido tantos años de tu vida. Bébete su voz con tus ojos.

Tambaléate, después de que un viajero con prisa te dé un golpe al pasar a tu lado. Acepta con sonrisa cómplice su ayuda – la de ella.

Di que en realidad no tienes prisa, que has llegado.

Él se sienta a un banco al lado, despacio, con la sensación de que sus hombros se han liberado de un peso enorme.

Ella se sienta junto a él, con cuidado, como alguien que se da cuenta de que una larga búsqueda ha llegado a su fin.

El flechazo

Justo un instante antes de levantar la mano para responder al saludo del hombre cuya camisa blanca reflejaba los rayos del sol y al que vería por primera vez, se le pasó por la cabeza que esto o cambiaría su vida o terminaría muy mal. La perplejidad que le causó tal revelación incomprensible despertó a la vez su curiosidad y ella caminó hacia él más bien para ver a qué venía la profecía. Un flechazo que nació de la idea de que habría un flechazo. Una historia de – ¿amor? – a la que extrañamente la empujaba su subconsciente, ya que los estados de esta historia ocurrirían primero en sus sueños.

El desenlace

El desenlace de cualquier historia de amor es – aunque eufórico para los participantes – el momento en el que el espectador apaga la tele. Así también en esta historia de amor: en los momentos del happy end/ new beginnning a nadie le importaba que los dos eufóricos se habían conocido en una sala de interrogatorios y que nunca hubieran consumido su romance; que él representaba la autoridad y ella la revolución, como en cualquier novela rosa ante la que las amas de casa lagrimean entre suspiros mientras descansan y se toman un dulce después del almuerzo; que ella había escapado y las mariposas en el estómago estaban prohibidas para siempre. Pero como para siempre también es un concepto relativo, el mundo cambió y con ello las mariposas vieron una posibilidad de volver a la vida, al estómago. Y ahí estaban los dos, sonriendo como dos tontos, flotando, con su final feliz que no interesaba a nadie más que a ellos.