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Recuerdos de un tiempo no tan lejano

Rápidamente se convierten en una diana para los borrachos que lanzan latas de cerveza vacías por ellas, las cubren con trazos de spray o dejan el hedor de orina. No disfrutan de una atención especial, más bien lo contrario. Cada época y cada sociedad avanzan a través del tiempo acompañados por elementos, estructuras, detalles de la vida cotidiana de los que nos damos cuenta una vez se hayan hecho obsoletos, para organizar una retrospectiva, o una especie de homenaje. Las cabinas telefónicas son unos de estos postes que marcan el paso del tiempo.

Yo nací en los años del régimen comunista, en uno de los países satélite de la antigua Unión Soviética. En las ciudades pequeñas, en los años 80, la dureza del partido no se notaba tanto en el día a día, todo iba a su ritmo tranquilo, lo que había era sobre todo un día a día, el mundo fuera no existía.

Las cabinas telefónicas entonces parecían unas membranas grises, parecía que recogían toda la inmundicia de la noche. No sé si en mi infancia vi a alguien hablando por un teléfono público. Porque en el pequeño mundo de la ciudad pequeña, provincial en un país comunista, no había necesidad ninguna de llamar desde una cabina telefónica. En realidad, era bastante sospechoso. Comunista o no, una ciudad pequeña es sobre todo esto: una ciudad pequeña, en la que el cotilleo es parte del entretenimiento común, en la que las noticias (ciertas o no) vuelan a una velocidad casi preocupante.

Unos años después, cuando iba al instituto y entre semana vivía en un internado porque el instituto estaba en otra ciudad, todos los niños llamábamos una vez la semana a casa. No desde una cabina telefónica, sino desde el locutorio en Correos. Solíamos llamar el miércoles por la tarde noche, esta era la prueba para nuestros padres de que habíamos sobrevivido la mitad de la semana y de que les quedaban dos días de preocupación hasta el viernes por la tarde, cuando todos nos íbamos a casa. Desde las cabinas del locutorio se escuchaban conversaciones muy parecidas: algunas de las chicas lloraban, otras contaban sobre el instituto, o anécdotas del internado donde la convivencia era a veces fácil, a veces insoportable.

No fue así en el año en el que estudié en la capital. El régimen comunista había sido reemplazado de algo que muchos deseaban llamar democracia, aunque no sabían con que llenar este concepto. Parece que el período de transición en el que entonces se hallaba mi país se convirtió en un círculo vicioso, del cual la joven generación todavía no sabe como salir.

Las capitales por todo el mundo se parecen, son todas impersonales, neuróticas. A veces tengo la sensación de que la gente que vive en las capitales necesita desesperadamente escapar de esta impersonalidad que envuelve como niebla su vida, y cualquier cosa es bienvenida para eso. Un atuendo llamativo, con accesorios extravagantes, chocantes, o un comportamiento desafiante, en resumen: todo lo que puede ser clasificado como “original”. Así que en la capital, nadie se preocupaba de que sus asuntos personales pudieran llegar a oídos de desconocidos, nadie tenía ningún reparo en llevar conversaciones en voz alta, claro: esto era “original”, le ponía a uno por encima de la pequeñez del provincialista preocupado por su mundo privado. Gritar sus asuntos ante el mundo le hacía a uno “de mundo”. Yo todavía era joven y mis asuntos no habían cambiado mucho, no se habían vuelto más importantes, pero me acostumbré rápido, sobre todo porque si quería llamar a casa, tenía que ir a buscar una oficina de Correos, lo cual normalmente requería más tiempo. Recuerdo que solía llamar del bar del bloque en el que vivía, que era parte de un complejo de residencias para estudiantes: feo, con bloques destartalados, donde cada uno se buscaba la vida y que se había convertido en uno de los centros de grupos de la mafia. Quizás entonces todavía no se podía hablar de la mafia búlgara, pero sí de grupos medio organizados que se dedicaban al lavado de dinero, que traficaban con drogas y armas. Los estudiantes, igual que yo, solía bajar al bar para llamar a casa: era un simple aparato telefónico, que colgaba a la entrada. Y ahí la gente se ponía en cola, hasta que llegara su turno para llamar, con lo cual cada palabra era escuchada por la gente que estaba sentada en las mesas y por la que esperaba en la cola.

En el centro, también había cabinas de verdad, con una puerta que normalmente se podía cerrar, de color amarillo. Amarillas eran las cabinas también en Alemania: Ahí descubrí que cada cabina tenía su número propio al que uno podía llamar. En teoría. Al principio estaba tan maravillada de este hecho, (era como en una película: que te llamen a una cabina telefónica), que pedí a alguien que lo hiciera, pero, por desgracia, el número no funcionaba. En Alemania vivía en una ciudad relativamente pequeña, muy universitaria. La gente nunca se pegaba a mis espaldas cuando llamaba, algo que no conocía en mi país natal, donde el siguiente respiraba en tu cuello como para recordarte que no debes estirarte más del tiempo mínimo necesario o eventualmente ayudarte con algún comentario o consejo no deseado. Como estudiante en Alemania, recurría a la ayuda de las cabinas telefónicas cuando mi cuenta bancaria se quedaba vacía y la compañía bloqueaba mi número hasta que pagaba mis deudas. Lo cual ocurría con cierta regularidad. Es lo que tenía entonces el mundo capitalista bien organizado: las autoridades, las instituciones confiaban en el sentido de responsabilidad de los ciudadanos. Y los ciudadanos, en su mayoría, cumplían y confiaban a su vez en el sentido de responsabilidad de sus autoridades.

En España descubrí que las cabinas telefónicas también habían avanzado con el tiempo: De un teléfono público se puede enviar un fax (algo que hoy en día casi nadie hace). Aunque pocas veces he necesitado usar un teléfono público aquí, debo decir que disfruto. Disfruto del momento exhibicionista, me divierte la curiosidad que muestran las personas al ver a alguien hablando por un teléfono público. Pero esto también me permite observar a las personas mientras hablo, formo parte de la escena y al mismo tiempo estoy fuera de ella.

Hoy en día, estas membranas grises o cajas celdas de color amarillo me parecen más bien una curiosidad del pasado que necesita ayuda para no perder contra el avance tecnológico. Un recuerdo nostálgico de los tiempos pasados, un recuerdo de que el tiempo sigue su paso, que los cambios son inevitables, que algunas partes van a ser olvidadas para siempre, o van a ser una muestra de que el tiempo destruye lo que ya no necesita.