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El héroe y la masa

La Libertad guiando al pueblo, Eugène Delacroix, 1830

Siempre me chocó observar que el carisma, igual que la genialidad, es algo dado al portador desde fuera. O desde arriba, según el punto de vista. Una propiedad que forma parte de nosotros pero que cuya presencia y efecto no somos capaces de dominar. Hasta que supe que según la Biblia y la terminología eclesial, un carisma significa un regalo de Dios: regalos como lo son la fortaleza o la piedad. Un don.

En la boca del pueblo es más popular el otro significado de la palabra: el poder de atraer por la fuerza de su personalidad (desde que Max Weber acuñó el término del líder carismático). Weber habló sobre la figura del líder político que gobierna a base de carisma, al que el pueblo se entrega no por la fuerza de la tradición o un orden jerárquico sino porque cree en él. Carisma como tal es una característica personal, no un sinónimo para uno de los dones del espíritu santo. Un líder carismático tiene una personalidad fuera de lo común, fuera de lo cotidiano (ausseralltäglich), que convence y arrastra con su entrega personal, con su heroísmo.

Es este reconocimiento el que sella su estatus de líder, de héroe contemporáneo. La relación entre el líder (político) no es altruista, los discípulos y acólitos esperan ser remunerados por su entrega y su fe, personalmente por el líder.

Hannah Arendt, que estudió la condición humana, encuentra el sentido de la acción del agente en la comunicación con los otros :

Por lo tanto, ambas facultades [el perdón y a promesa] dependen de la pluralidad, de la presencia y actuación de los otros, ya que nadie puede perdonarse ni sentirse ligado por una promesa hecha únicamente a sí mismo; el perdón y la promesa realizados en soledad o aislamiento carecen de realidad y no tienen otro significado que el de un papel desempeñado ante el yo de uno mismo.

Aun siendo una característica personal y necesitando la reciprocidad con la masa, el carisma es algo con lo que uno nace, que no depende de la experiencia que acumulamos por el camino de nuestra vida, que no depende del nivel de consciencia al que conseguimos llegar o si encajamos en los estereotipos de “buena” o “mala” persona.

Simplemente está ahí.

Desde luego, existen también los otros héroes, que se convierten en tales por la fuerza de las circunstancias, casi contra su voluntad. Siempre tuve esta duda: ¿elegimos ser héroes o el impulso heroico es algo intrínseco a nosotros? ¿es el heroísmo una actitud que se cultiva desde la infancia o tiene el mismo valor que el heroísmo que nace desde la impotencia, desde la casualidad, desde el miedo? En fin, ¿requiere el heroísmo la conciencia de realizar un acto heroico? Pero supongo que definir esto sería como decidirse por una única cara de la vida. A veces tomamos la decisión de superarnos físicamente, de superar nuestra capacidad de entender, de dar, de amar, sabiendo que es un acto de sacrificio. El heroísmo no es un heroísmo de todos los días: queda reservado para situaciones y momentos que requieren la fuerza y la grandeza de – no de superarse, sino – más bien de revelarse ante el mundo: con y a pesar de todos los miedos que habitan nuestra mente. Me llamó la atención, cuando leí el retrato de Marie-Antoinette de Stefan Zweig, el hecho de que la llamara un personaje mediocre: se refería con ello a una persona que tan sólo en momentos de tormenta cobra fuerza y muestra grandeza y su valor verdadero, y así ocupa su lugar en la historia. Así lo hizo la reina de Francia en los últimos días ante su ejecución.

Al mismo tiempo, el concepto del héroe y del líder carismático me hace pensar en la imagen especulada de Jesús de Nazaret que Nikos Kazantzakis creó. A lo mejor Jesús no quiso ser un héroe, un profeta, el Hijo de Dios en la tierra. Kazantzakis da a Jesús un rostro humano en todos los sentidos, sobre todo un rostro cotidiano, y nos convierte a todos en salvadores, en héroes, como en el prólogo de su libro que dedica a todo hombre que lucha. Y también me recuerda al relato de Oscar Wilde, The Master, en el que un joven desesperado llora a mares por no haber sido crucificado, a pesar de haber cumplido con los mismos milagros como Jesús.

Resulta que no todos podemos ser héroes.

Incomprensible es, también, la relación de la masa con sus héroes.

Creo que en tanto acto heroico, una persona carismática proporciona una chispa de felicidad. Buscamos su proximidad, nos gusta atraer su atención, sentirnos vistos por ella. El nivel de adrenalina sube, los latidos del corazón se hacen visibles bajo la piel. Nos sentimos dispuestos a asumir el papel que nos pidan, su sonrisa nos halaga. Y eso que a las personas carismáticas no les supone ningún esfuerzo. No sé si alguien se despierta por la mañana diciéndose: “Gracias a Dios, soy carismático, así que puedo pedirle a mi compañero de trabajo que me prepare el proyecto, y lo hará encantado”.

Estamos dispuestos a creer todo lo que nuestros héroes nos dicen. Es una ola de fe que se crea precisamente debido al hecho de formar parte de la masa, y nos reforzamos mutuamente en la fe que tenemos en ellos. No sólo creer, sino también luchar por ellos, morir por ellos. Nuestros héroes se convierten en motivo bienvenido para sacrificarse, porque encarnan una idea, una visión, o por lo menos es lo que el pueblo, la masa necesita ver, y se reafirma en su percepción. La fe en el héroe es la fe en el ideal, ¿no necesitamos todos esta fe incondicional que pinta un futuro brillante?, y gritos de alegría nacen en nuestras gargantas, y nuestros brazos se lanzan hacia arriba, con el puño como una señal de victoria, y hasta las piernas bailan solas. Pensar que todo esto lo puede provocar un gesto de atención de una persona que simplemente ha nacido con el don del carisma, que por un capricho suyo podría elevar el nivel de serotonina en nuestros cuerpos o arrojarnos al abismo, asusta.

Por supuesto, nos gusta identificarnos con nuestros héroes, y ellos han de ser especialmente esbeltos, sabios, nobles y generosos, han de cumplir con los estereotipos que acompañan su género, su profesión, su estatus social. Y han de ser mucho más que nosotros, porque un héroe deja de ser héroe si se acerca demasiado a su prototipo mortal, a un ser humano infeliz, inseguro y débil. Los héroes están ahí para eso, para enseñarnos que hay alguien mejor que nosotros, al que podemos aspirar.

Empieza

siempre de nuevo el elogio que nunca se alcanzará;

piensa: se preserva el héroe, incluso la caída fue para él

sólo una excusa para ser: su último nacimiento1.

Pero entonces, cuando un héroe resulta demasiado inalcanzable para sus admiradores, cuando cumple demasiado bien con lo que la masa le pide, entra en juego la naturaleza humana, que no se puede alimentar tan sólo con gestos eufóricos y miembros temblando de exaltación. La naturaleza humana necesita destruir, sentirse más fuerte que sus héroes, convencerse de que no son sino seres miserables, fáciles de dominar, que la masa es la que reina, y que sus héroes reinan cuando la masa lo permite. Giordano Bruno fue denunciado como hereje ante la Inquisición por su alumno-mecenas que no avanzaba en los estudios y creyó que el complejo juego de entrenar la memoria que Bruno había desarrollado era magia negra.

Y cuando la masa pierde el control, se convierte en una bestia ciega, de cuya boca sale espuma y que se estampa contra todo aquel que se cruza en su camino. Su estado de ánimo cambia como el tiempo en un día de primavera. Sus juguetes preferidos se convierten en la encarnación de la maldad, porque nadie puede ser más grande que la masa. Y el que es tan ingenuo como para creer las adulaciones del pueblo, debe pagar. La masa no perdona. Dijo el genio de la Revolución Francesa, Maximilien Robespierre, en un contexto algo distinto:

Hay algunos hombres útiles, pero ninguno es imprescindible. Sólo el pueblo es inmortal

El impulso más fuerte en nosotros es el del poder: ganarlo, tenerlo, exhibirlo, pues débil es la naturaleza del hombre y los sermones sobre la bondad y el amor al prójimo nos aburren tanto que no sabemos si bostezar o suprimir las arcadas de la sensación empalagosa de tanto escuchar las proclamaciones de “amémonos y respetémonos”. Débil es la naturaleza humana y el poder nos regala esa chispita que hace que el sol brille más fuerte y el cielo parezca más azul, y nos sentimos invencibles y por eso magnánimos para con nuestros prójimos: así es fácil amarlos. Y nos sentimos nobles, porque: ¿hay algo más dulce que sentir y flotar en su propia grandeza humana desde la altura de su pedestal? Y los mortales… bueno, ellos necesitan venerar, suplicar a los que pueden besar las manos en muestra de gratitud, necesitan llamar a alguien “Dios”. Y a alguien a quien pueden mandar a la hoguera en cuanto se aburran o en cuanto aparezca el siguiente salvador. Así de imprevisible y caprichosa es la masa que da a luz a sus héroes y los asfixia. Porque uno no puede sin el otro. Se odian a muerte y se necesitan.

1Rainer María Rilke.

El poder y la masa

El impulso más fuerte en nosotros es el del poder: ganarlo, tenerlo, exhibirlo, pues débil es la naturaleza del hombre y toda la mierda sobre la bondad y el amor al próximo nos aburren tanto que no sabemos si bostezar (de aburrimiento) o suprimir las arcadas de la sensación empalagosa de tanto escuchar las proclamaciones de «amémonos y respetémonos»… Débil es la naturaleza humana y el poder nos regala esta chispita que hace que el sol brille más fuerte y el cielo parezca más azul, como en los dibujitos, y nos sentimos invencibles y por eso magnánimos para con nuestros próximos: así es fácil amarlos. Y nos sentimos nobles, porque: ¿hay algo más dulce que sentir y flotar en su propia grandeza humana desde la altura de su pedestal? Y los mortales… bueno, ellos necesitan venerar, suplicar a los que pueden besar las manos y los piés en muestra de gratitud y llamar «Dios». Y a los que pueden mandar a la hoguera en cuanto se aburran o en cuanto aparezca el siguiente salvador. Así de (im)previsible y caprichosa es la masa que da a luz a sus héroes y los asfixia. Uno no puede sin el otro: Se odian a muerte y se necesitan.