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La soledad de Camille Claudel

Si hubiera nacido hombre, Camille Claudel probablemente habría tenido más suerte en la vida que eligió llevar. Pero su obra quizás no emanaría la complejidad filigrana y profunda, la mezcla entre sensualidad, ternura y pasión, transmitidos con una técnica de esculpir valiente, exacta y fina a la vez, que se convirtieron en sello de esta artista genial. A lo mejor se puede decir que Claudel fue victima del conflicto entre su temperamento y las normas de la sociedad del siglo XIX. Y, además, ahí estaba la paranoia.

Sakuntala 1888

Sakuntala 1888

Nació un 8 de diciembre. La foto más conocida de su juventud muestra un niña con el pelo cayendo sobre la frente, casi cubriendo los ojos, la barbilla hacia delante en un gesto desafiante, testarudo, y la mirada hacia dentro, hacia su mundo interior, poniendo un muro entre el fotógrafo y ella. Nada femenina, nada decente. Eligió una pasión que pertenecía al mundo masculino y con ello eligió formar parte de este mundo, costara lo que costara. Pagó un precio alto para poder seguir su pasión, su vocación. Su don ya le pedía un gran sacrificio: renunciar a la vida tranquila, familiar, dar la espalda al mundo burgués. Pero este era un sacrificio fácil. Años más tarde, este mismo mundo burgués le pasaba factura por haberlo despreciado. Perdió contra el mundo, y al mundo le fue fácil vencerla, al ser ella una mujer. Se condenó a soledad, pues no le faltaría ego para exigir el puesto que le correspondía entre los escultores más grandes de su tiempo, para exigir que pronunciaran su nombre junto al de Rodin: el maestro, el amante, el genio. Y al no recibir el reconocimiento, rechazó a todos y a todo, se lanzó a la locura. Pasó los treinta últimos años de su vida en un manicomio. Su vida fue un “todo o nada”

Clotho 1893

Clotho 1893

Quizás fuera su orgullo el que le impedía adaptarse, o más bien la seguridad de ser dotada de un talento excepcional. En cierto modo, lo sacrificó todo para convertirse en la artista que ella veía dentro de si. Y, en cierto modo, a pesar de su carácter fuerte y su independencia, estuvo toda su vida a la merced de otros, en el bien y en el mal. Algunos de sus contemporáneos no dudaron de llamarla genio, a pesar de ser este un nombre reservado para los hombres.

Sólo con el mármol, en sus trabajos, vemos su lado más femenino, más frágil y sensible, más sensual, suplicando ternura y amor. Lo vemos en las líneas delicadas, filigranas de Sakuntala, en el humor ingenioso e inocente de las mujeres en el baño (Las Cotillas 1895). ¿Se habría vuelto loca si no hubiera tenido la oportunidad de desarrollar su talento? ¿Habría sido de ella entonces solo una soberbia insoportable, con delirios de grandeza? ¿Tenía Claudel una elección, podía haberse negado a seguir su vocación? ¿O era esta vocación una voz primitiva, un impulso más fuerte? ¿Se enamoró Claudel entonces del hombre Rodin, o del gran escultor, del talento del maestro?

Los temas que elegía muestran su crecimiento como mujer a la vez que desarrollaba su talento de escultora. Sus primeros trabajos chocan con su fuerza primitiva, original, genuina (Giganti 1885, Joven Romano 1886, La vieja Helena 1882). Sus últimos, especialmente Perseo, con la cabeza de la Gorgona en la mano, a la que Claudel puso su propia cara, indican delirios de grandeza. Si Rodin era un escultor de la superficie, como lo describió Rilke, Claudel buscaba la complejidad, la riqueza de los detalles, la limpieza de la técnica, la expresividad del gesto. Cada obra suya revela un mundo propio.

Lo que emana Claudel en sus días buenos es fuerza e independencia, y esto suele resultar cautivador a primera vista: una personalidad compleja, una energía viril, que parece que no necesita a nadie. Su persona, su yo era el centro de su mundo: necesitaba ser reconocida – oficialmente – por lo que era como persona y como artista, y amada tal como era. En su decisión – consciente o no, de luchar sola por ello, está su excepcionalidad, su grandeza y su drama.

No tuvo miedo de desnudar su alma y suplicar a su amor, y para exponer su posición precaria en la sociedad francesa hace falta o una fuerza interior enorme, o una desesperación abismal. Así describe su hermano, el poeta Paul Claudel, a la joven que forma parte de la composición La Edad Madura y en la que Claudel se representó a si misma: «¡No, que esa muchacha desnuda es mi hermana! Mi hermana Camille. Implorante, humillada, arrodillada, esa soberbia, esa orgullosa, así se ha representado a si misma. ¡Implorante, humillada, arrodillada y desnuda!¡Todo ha terminado!»

La Implorante

La Implorante, detalle de La Edad Madura 1902

Paul Claudel decía que su hermana creaba escultura de cámara, y lo cierto es que Camille no podía permitirse comprar materiales para una estatua grande. Durante toda su vida dependió económicamente de la ayuda de su familia, de su hermano, de Rodin, o de amigos. Así que esculpió miniaturas como Las Cotillas (1895), La Ola (1903), La Sirena o La Tocadora de Flauta (1903) entre otras, cada una de las cuales maravilla al espectador con la perfección tanto del concepto como de las lineas de los cuerpos, la naturalidad y la gracia del gesto.

Lo último a lo que se puede acoger, lo único que le queda después de que Rodin eligiera a su compañera de muchos años ante Claudel, es su genialidad, la fe en su genialidad. Lo que antes había sido una fuerza constructiva creadora, se convierte en una fuerza destructiva, dirigida contra ella misma.

Las Cotillas

Las Cotillas 1895