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Sobre la amistad

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La amistad, Pablo Picasso, 1908

 

A menudo me parece que mi vida es más interesante que la ficción y supongo que muchos que escriben sufren del mismo narcisismo. Hace tiempo, por motivo de una visita recordé una parte de mi vida, que ya lleva tiempo acumulando polvo en el cajón de mis recuerdos. Esto me llevó a intentar imaginarme un encuentro con alguien que ocupó un lugar en ella. Y mientras escribo, me doy cuenta que es alguien que, – por nuestras circunstancias -, casi con toda seguridad no volveré a ver, no en esta vida.

Aquella fue una de esas amistades que simplemente ocurren, que parece que tienen su propio motor, que no hay que hacer nada para que ocurran y perduren en el tiempo. Si, aquella amistad fue algo que simplemente pasó, y debo decir que entonces, en mis años adolescentes, vivía de manera poco consciente: dejaba que las cosas pasaran, no sentía ninguna energía para llevar mi vida, por distintos motivos. Era extraña la comunicación que surgía entre nosotros, entre este amigo y yo: era más bien un sentir mutuo, más allá del intercambio de opiniones verbal, de actitud hacía la vida, a pesar de las discrepancias (que no eran pocas), era más bien la energía que se creaba por la simple presencia del otro. Y, quizás lo extraño es que nunca hubo nada erótico, ni una pizca de deseo entre nosotros.

Supongo que nos pareceríamos en algo, porque la adolescencia confía más en los instintos, en los sentimientos y las emociones. Pocas veces es calculadora, e incluso entonces, los instintos casi siempre ganan. No fue mi único amigo, pero si creo recordar esta amistad como la más energética.

Con los años, las discrepancias se hicieron gigantescas y la atracción mermó hasta volverse …. no sé: insignificante, quizás. Desapareció enterrada bajo nuevas amistades, bajo fracasos amorosos y ambiciones. Quedó archivada en el cajón “recuerdos”, o a lo mejor incluso “recuerdos especiales”. Los encuentros también quedaron esparcidos entre períodos cada vez más largos en los años después del instituto: quizás, como muchas otras amistades, lo que mantenía esta era el contexto, eran las circunstancias. Yo me fui a cumplir los sueños de otros y satisfacer el ego de otros con respecto a mi vida, y él se dedicó a perseguir su sueño.

Imagino que estoy de visita en Bulgaria, mi país natal, donde hace años y años que no vuelvo, donde me siento una extraña (en ningún país me siento extraña, solo allí). Estoy, pues, de visita en mi país e intento sentirme en casa mientras me pregunto que puñetas hago aquí y conformarme con e hecho de que tendré que aguantar estoicamente hasta que termine el tiempo previsto para esta visita a casa que no acabo de sentir como casa. Mi viaje me lleva a uno de los monasterios que no conozco, uno de los que no están llenos de turistas y/o visitantes que han descubierto en si el fervor de defender la fe cristiana y necesitan ser bautizados a una edad que se podría llamar madura. Cierto, la ola de bautizos ya pasó hace años, la generación de los bautizos tardíos y de las enormes cruces de oro colgando del cuello ya se ha bautizado, la joven generación lo hace a una edad menos incómoda. Incómoda para ser bautizada, quiero decir, la adolescencia en si ya es lo más incómodo en la vida de una persona.

Me paro en el monasterio (todavía no he descubierto porque estoy sola, sería inimaginable irme de viaje sola en Bulgaria, pero ahí va la película que se está montando en mi cabeza), probablemente atraída por el olor a madera y dulces, por esta extraña mezcla de olores que desprenden los monasterios en Bulgaria, una mezcla de incienso, hierbas, dulces caseros recién salidos del horno, madera y sol. O a lo mejor son recuerdos que se han mezclado en mi memoria y que por algún motivo asocio con los monasterios. Siempre me chocó la paz que emanan. Una paz que, a veces, asusta.

Seguramente es el principio del verano, el calor no asfixia, el sol no me castiga sino me hace esbozar una sonrisa, los árboles sueltan su aroma tan especial a corteza, tierra, hojas. Y seguramente presiento la belleza del altar que voy a ver, la paz y e silencio de sentarse en un banco y simplemente respirar y estar ahí. Los altares en las iglesias ortodoxas búlgaras me maravillan, hay un extraño misticismo en ellos. Lo siente uno tan solo al entrar en cualquier templo, como si rezara: “aquí estoy, a pesar de todo”. Y este “a pesar de” reúne en si toda la idea de la iglesia ortodoxa. Una mártir que vive a través del sufrimiento, no una que celebra la fe.

Y mientras estoy sentada en el banco y presiento que he acabado yendo a este monasterio por algo que todavía no ha aparecido/ocurrido y me abruma la certeza de mi existencia ( hay pocos momentos así en la vida de uno, cuando la consciencia de estar ahí culmina uniéndose con el placer y la paz de sentir de que uno está ahí), se me acerca un monje y se sienta enfrente de mi, sin decir ni una palabra.

Mis ojos encuentran sus ojos, nos miramos sin sorpresa, sin la euforia de las amistades que perduran en el tiempo y la vida, sin gozar de la complicidad que recordamos y reafirmamos, que nos reafirma en nuestra historia, nuestra identidad. Nos quedamos así, sentados, envueltos en la mezcla miraculosa de sol, incienso y árboles, ninguno hace un ademán de abrir la boca, de empezar una conversación, de agitar la mano, dar palmadas en el hombro, alzar la voz en grata sorpresa “Pero, hombre, ¿tú aquí? “ y pasar a contarnos las aventuras. Es más, ambos sabemos que ninguno va a hacer este ademán, porque aquella primera mirada ya lo ha resumido todo, y las aventuras de alguna manera no importan, y lo que cada uno ha llegado a ser es perfectamente visible para el otro, y las máscaras aquí no importan, y tampoco se nos ocurre ponérselas. Seguimos así, los minutos pasan, ni siquiera nos miramos directos a los ojos, ¿para qué?, si con la primera mirada ya nos hemos visto, si, es esto: nos hemos visto, a través de todas las capas bajo las que escondemos aquella muchacha insegura, impulsiva, inquieta, perdida y aquel chico testarudo, ruidoso, igual de impulsivo e inquieto. Nos aseguramos tan solo de vez en cuando con e rabillo del ojo de que el otro sigue ahí, y algo de la euforia sí que se hace el camino, pero no llega a la superficie, no se manifiesta, para no estropear este momento tan perfecto.

Al rato, el monje se levanta con cuidado, con una mirada corta hacia mi, y se aleja. Me quedo, ligeramente sonriendo, más bien por el cosquilleo de los rayos del sol que por este encuentro inesperado-presentido. Al levantarme del banco, por un momento siento que se levanta no la mujer de casi cuarenta años a la que la vida ha ido poniendo rostros distintos, sino aquella muchacha, un poco salvaje, tímida y valiente a la vez, inquieta e inerte, idealista, romántica, moralista, infeliz, con menos peso sobre los hombros. Y entonces, esta ventana del tiempo de repente se cierra, soy yo, la mujer que ya ha empezado a encontrar cabellos blancos en su melena, con menos timidez y menos valentía, con el idealismo escondido en el corazón y moralismo convertido en cinismo, que sale por las puertas altas del monasterio.