Archivo de la categoría: Literatur

Autobiografías, Martín Caparrós y mi vecino

Se puede decir que escribir una autobiografía es un acto egocéntrico – sumamente humano, pero también egocéntrico. Cuenta Martín Caparrós que escribió sus memorias sobre todo para sí mismo, creyendo que este podría ser un libro póstumo. Sobra decir que requiere mucho valor sentarse y escribir, día tras día, sabiendo que el futuro se hace cada vez más corto, que uno escribe – recuerda – para despedirse del mundo. Hay otras autobiografías también, en otras estanterías en las librerías, cuyos autores/autoras buscan reivindicar su presencia en el mundo contando sus anécdotas, encuentros, historias vergonzosas o placenteras, convirtiendo su vida en un producto, con un único propósito – vender.

¿Para qué sirven las autobiografías hoy en día?, me pregunté varias veces, mientras mis ojos corrían por las páginas de “Antes que nada”. ¿Qué cosas puede contar uno que importen? ¿Cuando se enamoró por primera vez? ¿Cuando se masturbó por primera vez? ¿Cuando conoció a una persona importante, participó en un motín, fue arrestado, se divorció, enfermó, viajó, engendró un niño? ¿No son estas cosas que hacemos todos, que nos pasan a todos, de una u otra manera? Viajamos, conocemos lugares exóticos de mil maneras, criamos vástagos, nos enamoramos, compramos casas, tenemos nuestros tics, mentimos, herimos, engordamos con la edad, perdemos peso  – no tenemos que ser espectadores u oyentes pasivos de las aventuras de otros. Y sin embargo, lo somos, voluntariamente, porque el autor de una autobiografía es a la vez un contador de historias, por eso nos tomamos el tiempo para leerla. A lo mejor encontramos algo de nosotros ahí, o al menos, esperamos encontrarlo. No somos solo testigos de la historia, también somos la historia – entonces, ¿quién o qué nos puede sorprender, maravillar, repugnar, enseñar?

En cada grupito de amigos siempre hay alguien que toma la palabra antes que los demás – tal vez porque tiene algo que contar, o a lo mejor porque no soporta que hable otro – entretiene el resto con sus vivencias, fechorías y chistes, y los demás lo dejan hacer, el tiempo pasa, se crea un ambiente cómodo, ameno. El grupo sucumbe a la energía y los impulsos de uno, como suele suceder en cada grupo, se convierte en público. 

A veces veo en algunas entrevistas que la respuesta a la pregunta qué hobbies tiene es:  leer biografías, y me sorprende descubrir que esto se ha convertido en una actividad con vida propia. No leer, sino leer biografías. Parece que padecemos el morbo de convertirse en espectador pasivo de la vida del otro.

Por supuesto, hay quien busca inspiración en este género – una inspiración abstracta, comparable a la que despiertan las películas de superhéroes – que nos ciega y nos hace dar la espalda a los héroes cotidianos – qué nadie ha visto en la tele y nunca se escribirán sus biografías, y nadie sabrá su nombre.

Claro, resulta decepcionante cuando el autor no tiene grandes verdades para revelar – pero ¿quién decide si somos importantes, quién otorga valor a nuestros chistes, fechorías? Cada contador de historias encuentra su público.

Mi vecino se fue hace un par de meses. Se murió. Cuando me mudé a vivir donde vivo ahora, hace seis años, ya tenía demencia. Nunca hablé con él, nunca intercambié más que un saludo neutral con su mujer, que solía charlar con otras vecinas a través de las barras de la verja de su casa. Mientras, él callaba con ojos ausentes, sentado en una de las sillas en el porche. Se le veía cada vez más magro, seco, canijo -era un hombre pequeño y la enfermedad le chupaba la carne. Un día vi la ambulancia delante de su casa y creí que tendría un incidente. Semanas después me di cuenta de que la mesa y las sillas en el porche llevaban ya un tiempo cerradas con un candado y que no había movimiento en la casa. No sé si tuvo algo que decir antes de irse, si quiso dejar algo al mundo. No escribió su autobiografía. Tal vez quiso, pero no supo cómo. No sé si fue consciente de que cada día el futuro se hacía más corto.

Creo que las memorias de Martín Caparrós están escritas desde el motivo más auténtico, más humano, más noble, desde la necesidad de decir amo la vida, y escribo porque quiero, porque es lo que sé hacer.

El hombre que lee el mismo libro o La clase de griego, de Han Kang

Fue como si me besara el tiempo 

 Han Kang

Esperaba el metro cuando un hombre pasó delante de mí, buscando un hueco donde quedarse hasta la llegada del tren. Sujetaba un libro en la mano y mientras caminaba despacio, leía. Reconocí la cubierta, porque una hora antes había comprado el mismo libro, que ahora aguardaba en una bolsa de papel entre mis piernas:  La clase de griego.

Me alegré, con la alegría espontánea del cómplice, del sentirse comprendido. El cansancio agradable del paseo largo se esfumó, y el sudor por el calor inusual, tedioso a principios de octubre que me empapaba la camiseta dejó de molestarme.

Era una maniobra complicada que este hombre ejercía: mientras sujetaba el libro con una mano y con la otra pasaba la página, sus ojos buscaban orientarse por encima de sus gafas de leer y encontrar un espacio para el cuerpo, y sus piernas – con pasos cuidadosos, pensativos, lo desplazaban hacía la columna donde por casualidad no se habían aglomerado otros viajeros como él.

Ahora, en casa, inmersa en las páginas de Han Kang, me pregunto si este hombre, mi cómplice sin saberlo, también percibe de la misma manera la delicadeza de las escenas, el silencio de sus palabras. Un silencio que pesa tanto como la tierra misma, y una delicadeza con la calidad de un cuchillo afilado que despiertan en mí la necesidad de soltar un grito ciego, salvaje, para poder soportarlas. Pocas veces nos encontramos con autores que cuidan del lenguaje como se cuida a un ser querido, en cuyos textos el lugar de cada palabra está elegido, sopesado con suma precisión y – diría yo, con respeto por el lenguaje en sí.

Dos seres dolidos que se acercan el uno hacía el otro. Cada uno es la llave, la cura para la herida del otro, cada uno es la salvación del otro. ¿Qué pensará mi cómplice de esta historia?

¿Percibirá la violencia   – también silenciosa, escondida, intuida  –  la violencia cruda de la vida, de la naturaleza –  de decidir sobre las circunstancias por las que hemos de pasar, sin darnos una pista de si lo conseguiremos, si saldremos vivos de esta? Perder la vista, perder el oído, perder el habla –  ¿cuál duele más?

¿O dirá simplemente: un buen libro, me gustó mucho?, y asentirá con la cabeza, para otorgar más fuerza a sus palabras –  casi sonrojándose, algo avergonzado por no estar acostumbrado a pronunciar grandes palabras de elogio, a servirse de superlativos, lo cual de todos modos a menudo resulta una reacción cliché, simplona, en ciertas situaciones hasta esnob. Pues este es uno de esos libros – tal vez pensaremos los dos: mi cómplice y yo -, sobre los que resulta casi imposible escribir, porque cualquier comentario resulta demasiado ruidoso, basto, cualquier superlativo hiere, rasga la compenetración perfecta entre el silencio grandioso  y la sensualidad palpable que nos deja sin aliento. 

Y, ¿qué es, este amor suyo? «Sed», de Amélie Nothomb

Esta es la pregunta que dirige Judas a los discípulos de Jesús, la clave entorno a la que gira la doctrina cristiana, pero también la necesidad humana de ver, oír, tocar este amor – de tratarlo como un bien material, como algo sólido cuya existencia no necesita interpretación, y que, por otro lado, resume la necesidad del ser humano de comprender. Para mí es la frase que sostiene el libro.

El Cristo que dibuja Amélie Nothomb es extremadamente sensual, y la intensidad con la que el Hijo de Dios percibe su cuerpo físico lo eleva a un estado sobrehumano, lo convierte en el Cristo: un Cristo que busca, vive y disfruta el amor a través de lo corporal. Queda evidente la intención de la autora de crear una imagen opuesta al ser espiritual: su Cristo llora del placer de respirar el aire matutino, al sentir la sensualidad que causa una sopa humilde o agua, “no necesariamente fresca”. Sus células vibran con los placeres de la carne, reducidos a lo esencial: sentir el ahora, percibir y vivir el momento presente al máximo a través de algo tan sencillo y necesario como el aire.

Un Cristo bastante sarcástico en cuanto a la institución del matrimonio y con un guiño a la hipocresía que suele acompañar las reuniones de fiesta, que obra milagros sin darles importancia. Algo inocente, quizás incluso ingenuo suena el relato sobre su milagro favorito y las reflexiones sobre su vida hasta esa última noche, y uno se pregunta si la autora intenta no solo acercarlo a sus lectores, hacerlo más humano, sino mostrarlo a propósito en una luz poco favorable.

La parte más bella del libro contiene las reflexiones de Cristo sobre la sed y el amor divino. ¿La sed nos convierte en místicos? El experimento de llevarse a los límites de morir de sed para luego sentir la chispa divina, no – sentir a Dios, a través de la gota de agua que devuelve la vida al cuerpo es un momento místico y sensual. Un momento que purifica, un acto que purifica. Hay que desafiar al cuerpo para llegar a lo divino: privarlo de comida, sueño, agua, para forzarlo a participar en el acto de elevarse por encima de lo material, lo mundano. Convertirlo en un instrumento. Convertirse en la sed. Sentir este amor es ser el Cristo. Trascender.

No tan original y bello es su sueño ingenuo de última hora de verse envejeciendo en familia, rodeado de hijos y la tranquilidad del día a día. El camino hacia la Gólgota es un protocolo de sus pensamientos, un registro de cada detalle, una auto-observación, que a veces adopta el tono evangélico, y a veces se desvía en reflexiones vacías.

Queda evidente la intención de Nothomb de cuestionar – si no destruir –, uno tras otro, todos los fundamentos sagrados sobre los que se construye la doctrina cristiana, empezando por el sacrificio de Jesús: “El amor que me consume afirma que cada uno de nosotros es insustituible. Es horrible saber que mi suplicio no servirá para nada.” La frase “Toda la condición humana se puede resumir así: podría ser peor.” resuena bastante superficial, especialmente después de la belleza cristalina del análisis de la sed. Algo forzada me parece la reflexión de que decirle a un crucificado que se salvará, sabiendo que al otro crucificado no le tocará esta suerte, es cínico y mezquino. Llama la atención el empeño de la autora de forzar a Jesús en la imagen del chaval ingenuo y sencillo, sensible y “normalito”: sin pizca de ideas y pensamientos elevados, con un mundo interior muy pequeño. Nothomb construye otra trinidad: la sed, el amor, la muerte, y cuestiona a Dios: “Te molestará que hombres cercanos y lejanos vivan la trascendencia de distinta manera.” Y más: “No conoces el amor. El amor es una historia, hace falta tener un cuerpo para contarla.” Rechaza también la ley más sagrada del cristianismo: ama al prójimo como a ti mismo. Quién acepta una muerte “monstruosa, humillante, indecente, interminable no se ama”. La expiación es un concepto “repugnante por su sadismo absurdo”.

En una segunda lectura, el libro pierde bastante de su fascinación. Ocurre cuando se empiezan a entrever las costuras de la obra, la estructura que lo sostiene. Nothomb da la vuelta al revés, sistemáticamente, a todos los momentos sagrados del final de la vida de Jesús, imponiéndoles un tono bastante terrenal, mundano, superficial. Este es el concepto principal del libro, que, al final, no resulta especialmente original o innovador.

Nikola Vaptsarov: la eterna pelea con la vida, o la grandeza de un hombre

Resultado de imagen de nikola vaptsarov

Nikola Vaptsarov, el poeta de las máquinas, cayó victima de las luchas ideológicas, sin ser ideólogo el mismo. Asumió la culpa y la responsabilidad de otros, pagando quizás una deuda para con sus compañeros que solo él mismo había decidido pagar. Fue un soñador, que necesitaba vivir por algo más del día a día, respiraba visiones: no solo pero solitario, no comprendido. No sería justo reducirlo a un antifascista: su fe y sus ideales, como leemos en sus poemas, se extienden más allá del simple servicio al movimiento comunista.

Como sabemos hoy, su persona y su obra fue celebrada y elevada en culto por las personas que ocuparon puestos principales en el partido comunista después del año 1945 y por las que Vaptsarov pagó con su vida. ¿Fue un héroe? Fue más que esto: hasta su ultima hora quedó fiel a si mismo, a su visión del hombre, del ser humano, se fue con dignidad y sus últimas palabras fueron dirigidas a su esposa y a su pueblo, y son palabras de amor.

Choca la contradicción entre el trabajo duro que tuvo que ejercer y la sensibilidad y riqueza de sus versos, de una sonoridad y ritmo quizás inusual para los lectores del principio del siglo que todavía llevaban en el corazón las metáforas del patriarca de la literatura búlgara, Ivan Vazov. Vaptsarov era el único que sabía que ya era un poeta, solo él creía en el valor literario de su obra.

En eso consistía su gran tragedia y soledad personal y literaria: ser consciente de su talento, saberse un poeta y no encontrar un camino para realizarse en el mundo literario y ser reconocido por sus compañeros. Un alma sensible entre los obreros y las máquinas, un soñador y espíritu libre entre los ideologizados y estrechos de mira compañeros comunistas.

A lo mejor, lo que el joven poeta sentía haber perdido, era su fe. La fe en la vida, que celebraba en su poema homónimo:

Pero, digamos,

cogéis, cuanto?-

un grano 

de mi fe,

rugiría entonces,

rugiría de dolor,

como herida 

en el corazón pantera

.¿Qué quedará

de mi entonces?

Un instante después del robo

seré hundido.

Y aún más claro,

y aún más cierto –

un instantte después del robo

no seré nada.

La fe de Vaptsarov es una fe y optimismo sin fronteras en el futuro, en el ser humano, en la capacidad de este ser de crear, forjar su vida con sus propias manos y ser feliz por ello. Sus poemas son un constante diálogo con la vida, una riña sin cesar, un amor incondicional y un reproche a raíz de su dureza e injusticia. A veces parecen casi incomprensibles el optimismo y las ganas de vivir del joven maquinista: Siendo un adolescente, al enterarse su padre que su primogénito quería dedicarse a las letras y a la poesía, le dio una paliza tan severa, que Nikola tuvo que pasar una semana envuelto en pieles de oveja, un remedio casero de la gente del pueblo. Su padre era un revolucionario que había dedicado su vida a la causa macedonia: “Tres hermanas, Mizia, Trakia y Makedonia”, tenían que reunirse. Esto no rompió la fe y la voluntad de Nikola. Ni cuando su padre le envió a estudiar a la academia naval en Varna, aunque su hijo quería ir a la universidad y estudiar literatura. Allí pasaría seis años de su vida, y al final pronunciaría un discurso que cuestionaba la humanidad de los métodos de enseñanza ahí y la necesidad de su severidad. Este discurso le costaría su diploma, así que los seis años serían en vano, Vaptsarov nunca sería marinero. No solo esto, tendría que conformarse con cualquier trabajo que encontraría de ahí en adelante – trabajo no cualificado, de mecánico, fogonero – y hasta el final de su corta vida llevaría una llave mecánica en el bolsillo. Y sin embargo, escribía. Dedicaba sus ratos libres a crear versos.

Su poema “Fabrica” trata del precio que requiere la vida, la fabrica es una metáfora de la vida.

Y este grito fue la mezcla,

con la que

armamos nuestra vida así

que si le metes

un palo entre las ruedas –

te partirás el brazo…

bajaremos el sol

a nuestro lado.

Su vida privada también fue marcada por la trágica pérdida de sus dos hijos, uno a solo ocho meses de edad, el otro antes de nacer. ¿Se habría entregado el joven poeta a la lucha antifascista, si la vida le hubiera ahorrado la pérdida de un ser tan querido? ¿Habría sido su vida distinta si hubiera conseguido consagrarse como poeta? Son estas preguntas especulativas que al fin y al cabo no tienen importancia: Vaptsarov fue hijo de su tiempo, escribía sobre la injusticia que veía, soñaba con una vida plena y libre, necesitaba vivir sus visiones y sus ideales, y en cierto modo, en sus momentos finales se unen el hombre Vaptsarov que se despide de la vida cantando y su héroe de “Canción sobre el hombre” que a través de la canción siendo ejecutado llega a encontrar la paz, a estar en paz consigo mismo y la vida. ¿Una epifanía? Quien sabe. Muchos de los versos de Vaptsarov sugieren un presentimiento de su destino.

Vaptsarov no estuvo solo con sus innovadoras ideas de poesía, hubo una ola de poetas de la época entre las dos guerras, como Geo Milev y Hristo Smirnenski, pero él no consiguió abrirse camino con sus versos, no hubo reconocimiento para su obra, tan solo criticas negativas.

En la obra de Vaptsarov hay marineros, fabricas, lugares exóticos, visiones del futuro. Pero también sorprende la musicalidad de sus versos, su complejidad sonora. Hoy el ritmo y la musicalidad de “Romantica” , de su primera parte en particular, suenan como la uvertura de una sinfonía, como una marcha solemne de la victoria del nuevo tiempo:

Yo quiero escribir

hoy

un poema,

en el que respire

el verso de la era

nueva.

Que se estremezcan en él

las alas

del demonio

orgulloso,

cruzado de polo a polo

el mundo.

Duelo”, uno de los poemas más emblemáticos de su único libro publicado en el año 1940, “Canciones del Motor”, narra la historia de la lucha interminable, cruda, con la vida y por la vida. En búlgaro «vida» es del género masculino, de modo que el poema trata del duelo con un adversario igual, la energía que emanan los versos es muy masculina, como dos titanes de la mitología griega. A pesar de la dureza, de la crudeza de esta lucha entre iguales, el duelo está envuelto en un halo romántico, irradia una fe inquebrantable en la vida, en el acto de vivirla.

Y una vez más, en “Carta”:

Si supieras como amo la vida!

Y como odio

las vanas quimeras…

A lo mejor a Vaptsarov le pesaba el hecho de haber revelado a la policía los nombres de sus compañeros, seguramente después de haber sido torturado. Para ocultar los nombres de los miembros del comité que organizaba las actividades contra el régimen y salvarlos, el partido comunista toma la decisión, antes de empezar el proceso contra Vaptsarov y sus compañeros, que él y otros dos deben declarar ante el juez que forman parte del dicho comité. Vaptsarov obedece, sabiendo que se envía a muerte segura.

El 23 de julio de 1942, Vaptsarov es condenado a muerte según la ley de protección del estado. La sentencia es ejecutada el mismo día, las suplicas de la madre y la hermana ante el rey no ayudan . Unos pocos años después de sus «Canciones del motor«, Vaptsarov y sus compañeros de lucha se enfrentan a sus últimos momentos de vida y a los soldados cumpliendo la orden de fusilamiento, con la canción de los héroes búlgaros: “Тоз, който падне в бой за свобода, той не умира…” Aquel que cae en la lucha por libertad, no muere.

En 1952 Dolores Ibárruri, La Pasionaria, nomina a Vaptsarov para el Premio Nacional de la Paz, no solo por su poesía, sino también por sus actitud durante el proceso. El gobierno búlgaro comunista ordena y asegura fondos para la construcción de monumentos del comunista Vaptsarov (aunque él mismo nunca fue miembro del partido comunista), colegios empiezan a llevar su nombre, su obra se traduce a otros idiomas.

En las últimas horas de su vida, Vaptsarov escribe dos poemas: uno, dedicado a su mujer, y otro, después de la lectura de la sentencia, dedicado a su pueblo. Sus últimas palabras son de amor, fe y entrega.

A mi esposa

 

Vendré a veces en tus sueños,

un huésped inesperado, ni querido.

No me dejes afuera en la calle,

no eches el cerrojo a la puerta.

Silenciosamente entraré. Me sentaré tranquilo,

fijaré mis ojos en la noche para verte.

Y cuando contemplarte sacie mi ser

te besaré y partiré, me iré.

La lucha es inexorablemente cruel.

La lucha, dicen que es épica.

Caí yo. Otro ocupará mi lugar y … ya está.

¿Acaso un hombre aquí importa?

Disparos, y después – gusanos.

Tan lógico, sencillo es.

Pero en la tempestad caminaremos a tu lado,

pueblo mio, porque te amamos!

14 hrs – 23.07.1942

Fuentes:

Programa en la Televisión Nacional Búlgara “Historia BG – Nikola Vaptsarov”, 1.12.2014

Cinco relatos sobre un fusilamiento”(2013), pelicula documental, dir. Kostadin Bonev

Nikola Vaptsarov, poemas: http://www.slovo.bg

Sobre la belleza: “Y Seiobo descendió a la tierra” de László Krasznahorkai

El último ganador del prestigioso Man Booker International Prize es László Krasznahorkai. Lo recibió por toda su obra, y especialmente por su último libro “Y Seiobo descendió a la tierra”.

El libro abruma con su lenguaje intenso, rico y sensual. Terrenal – con la sensualidad y el aroma de la tierra fértil. Sutil –  con la sutileza de la cultura asiática, de su expresión, velada, aparentemente superflua, que roza la superficie de hechos, sentimientos, historias como con la ligera caricia del ala de un kimono. Oriente y Occidente fluyen y se entrelazan el uno con el otro creando una escritura krasznahorkai-laszlo-est_368x800abrumadora, estremecedora, con una fuerza primitiva y sofisticada al mismo tiempo.

Krasznahorkai tiene la capacidad única de hacer parar el tiempo, de hacernos ver la multidimensionaldidad de un momento, como cuando describe el pájaro inmóvil en la primera de sus 17 historias, fijado en su víctima. Son 17 miradas sobre las dimensiones de la belleza, sobre la belleza inmanente a la existencia, al ser, al estar ahí.  Podría ser también un ramo de pequeñas reflexiones, leyendas, historias. Es como el tiempo sin su linealidad: el antes y el ahora son conceptos vacíos, fuera de lugar. Lo que llena de vida el libro son los momentos de consciencia e intensidad, de intensa consciencia, de consciente intensidad. La majestuosidad per se – un pájaro níveo que al mismo tiempo es tan insignificante, un punto blanco en el paisaje que le rodea. El autor entrelaza esta imagen con la leyenda de la reina babilonia Vashti y su belleza extraordinaria, y añade así un elemento onírico al rosario de historias. Estamos en una entre-dimensión, en la que las leyendas tan antiguas como el origen de la civilización ocurren en el presente, y un momento – en el que el cazador blanco aguarda para clavar su pico en el pez  – es la eternidad.

Visitar el Acrópolis puede convertirse en poco tiempo, desde el acto más importante, el acto que debe poner punto a una época y abrir una nueva fase en la vida de uno, en algo tan absurdo, surrealista cuando la naturaleza humana sucumbe al sol, al calor. También aquí hay un elemento onírico, de majestuosidad sobre-dimensional, y un conflicto entre la grandeza y la insignificancia del hombre: El que creó el templo de la civilización europea, el que pensó en eternizar su grandeza con la blancura brillante, cegadora  y la firmeza del mármol, hacerlo brillar bajo el intenso sol mediterráneo, y el que NO es capaz de VER  el Acrópolis, de tanta grandeza y tanta blancura. ¡Y qué importancia tiene esto, si en cualquier momento nos puede pasar algo tan anodino como ser atropellados por un coche!

Con sutileza se asoma Krasznahorkai a los pantanos del alma humana: un asesino no nace, se hace, y a veces el azar ayuda.

¡Cuánto amor y cuanta ternura para su amado Japón! Al fondo de su profunda comprensión de la delicadeza japonesa, las reflexiones sobre la grandeza y el sinsentido, sobre la grandeza del sinsentido de La Alhambra. Un gran espíritu necesita crear por la belleza sin más, sin pensar en la funcionalidad de su obra, sin razonamientos prácticos.

La belleza de la cabeza de un Cristo, que durante años persigue un visitante, la belleza de los colores del maestro de Perugia, única, extraordinaria, como con un toque de magia, que nace y obedece solo a la mano de un maestro genial. La belleza de un caballo, cavado en tierra, bajo tierra, y la belleza sobredimensional del esfuerzo solitario, secreto, de creación por la creación, con el único fin de crear belleza.

La belleza en la genialidad de Bach, presentada por y opuesta a un personaje grotesco, casi indigno. La belleza angelical de un hombre que espera el fin de sus días en tierra lejana, una belleza que ha superado, ha vencido lo carnal, una belleza del espíritu, del alma.

Es un libro sobre la eternidad de la belleza, sobre la belleza fuera del tiempo, por encima del tiempo, una belleza estremecedora, monstruosa, majestuosa, sobrehumana.

Y ¿qué más da, si a todos nos devora la tierra?

Die grauen Menschen

Es gibt Menschen, die einem nichts sagen, wenn man sie kennen lernt. Ohne eigenes Licht, etwas schüchtern, unsicher. Unwesentliche Gesichtszüge, nicht unbedingt plump: einfach unwesentlich. Diese Grauigkeit, diese Insignifikanz überträgt sich in die Art und Weise, wie sie sich kleiden (sie legen Wert darauf, nicht aufzufallen: manche finden den Mut sogar, diese Insignifikanz in eine wahre Einstellung zu verwandeln, sie zu einem Lebensstil «emporzuheben»), in die Art und Weise, wie sie sich verhalten (keine auffälllige grosse Gesten, keine anspruchsvolle Frasen, bloss nicht laut werden: ihre Stimme hat eigentlich meistens nicht das Register, um laut zu werden.)

Manchmal begeht man den Fehler, einer dieser Personen näher zu kommen: weil die Umstände es so wollen. Man spricht mit ihnen über dies und das, Alltagsthemen wie die Arbeit, die Stadt, das Essen. Man fragt sie nach ihrer Meinung, lacht über ihre Witze, hilft ihnen mit der Sprache (wenn sie die Sprache des Landes, in dem sie sich aufhalten, nicht so gut beherrschen), gibt ihnen einen Tip, um ihnen das Leben einfacher zu machen.

Und dann…?

Erstens, die grauen Menschen sind und werden immer grau sein. Auch wenn sie etwas Vetrauen fassen, bleiben sie immer von demselben grauen Aura umhüllt. Das Grau ist niemals grauer oder weniger grau. Sogar wenn sie sich wohl fühlen, mutig genug, um ihre Grauigkeit und Grausein zu verteidigen und manifestieren, zur Schau zu stellen, sind sie genauso grau wie früher. Manchmal ist es fast schmerzvoll, zuzusehen, wie die Bemühungen, ein etwas sonnigeres grau hinzukriegen, in nichts resultieren.

Zweitens, wenn die grauen Menschen sich zu etwas gerufen fühlen, einen Sinn ihres Lebens gefunden zu haben glauben oder wenn sie schlichtweg glauben, in einer bestimmten Situation eine Erleuchtung bekommen zu haben, dann sind sie am gefährlichsten. Sie greifen an und urteilen: ihre Sternstunde ist gekommen. Sie werden sogar (und vor allem) laut, und das ist vielleicht, was einen wirklich zurückschrecken lässt: diese kleine, von Unsicherheit zitternde Stimme, die sich bemüht, an Volumen zu gewinnen. Aber Lautsein will ja auch geübt werden, setzt eine gewisse Kenntnis voraus. Wenn man laut spricht, beteiligt sich der ganze Körper daran: die Bauchmuskeln, das Diaphragma, die Halsmuskeln müssen entspannt sein, die Stimmbänder zu, und vor allem: projektieren. Wenn man nicht projektieren kann, sollte man lieber leise bleiben. Weil man auch wissen muss, wann laut werden sich wirklich lohnt. So bleibt eben der Versuch, etwas Licht und Energie zu bekommen, dem Jammern nahe, was alle anderen Beteiligten und Zuschauer nur ein Gefühl der Peinlichkeit spüren lässt.

Drittens, in solchen Fällen beissen diese unwesentlichen Figuren gerade diejenigen an, die früher aus (falsch verstandener vielleicht ?) Menschlichkeit ihnen ein Stückweit geholfen haben, an eben dieser Charakterstärke zu gewinnen, aus der heraus sie jetzt ihre Entrüstung zeigen. Die gleichen guten und naiven Seelen, die ihr Grausein mit ihnen geteilt haben, sogar das Risiko auf sich genommen haben, dass das Grau auf sie abfärbt.

In solchen Situationen laufen einem verschiedenen Begriffe und Konzepte durch den Kopf, in dem Versuch, zu verstehen und sich vielleicht eine Schutzwand zu bauen: Man weiss ja, wenn man es schafft, zu verstehen, dann tut es nicht mehr so weh (häufig angewandt, aber nicht immer sehr überzeugend, wenn die Diagnose «gebrochenes Herz» lautet). Naheliegend wäre der Begriff von der Banalität des Bösen, den Hannah Arendt (unter völlig anderen Umständen) prägte. Arendt hat Recht, egal unter welchen Umständen, ein solches Verhalten wirkt komisch, nicht nur banal. In der eigenen kleinen, engen, flachen, grauen Welt dieser Person ist das vielleicht geradezu eine Revolution. (Wir brauchen das Böse hier nicht zu definieren). In der kleinen, engen, grauen Welt soll man nach gut etablierten Höflichkeitsgrundsätzen leben, die bloss nicht zu viel Emotion verursachen, in der die Bequemlichkeit, die eigene Alltagsroutine, und das Prinzip von Nicht-zu-viel-nachdenken die Hauptfundamente sind, auf denen diese Welt liegt.

Sollen wir vielleicht die Sache abhacken, indem wir sagen: «…denn sie wissen nicht, was sie tun»? Die grosse, grossartige Lehre der Verzeihung, die Geste des Perdons, die uns ein Stückweit näher an die Divinität bringt? Und was tun, wenn «sie» es nicht wissen wollen?

Manchmal fällt es einem schwer, menschlich sein zu wollen. Was tun? Eine graue Seele, die einzig und allein grau sein kann und will – erziehen? bestrafen? gewähren lassen? Es ist schwierig. an das Göttliche zu denken, wenn man heute und jetzt lebt. Eine Binsenweisheit, ich weiss. Ach ja, es geht darum, sich im irdischen Leben dem Göttlichen zu nähern.

In solchen Fällen findet jeder das Mass und die Grenzen der eigenen Grösse. In der Entscheidung, Grossmut zu zeigen und das kleine Persönchen klein und grau sein zu lassen, in der Hoffnung, dass die grauen vielleicht doch etwas Farbe und Licht abbekommen . Die Geschichte hat uns gelehrt, dass dies nicht immer eine vernünftige Entscheidung ist. Ein Revolutionär sein, auch wenn es weh tut: Ist das die Alternative? Weise Aristoteles, als er über den Weg del medio justo sprach, der uns zum glücklichen, erfüllten, zum guten Leben führt. Mit Hochs und Tiefs, mit Ach und Krach scheint manchmal die Suche nach diesem Weg der goldenen Mitte die menschliche Existenz zu bestimmen.