El desenlace de cualquier historia de amor es – aunque eufórico para los participantes – el momento en el que el espectador apaga la tele. Así también en esta historia de amor: en los momentos del happy end/ new beginnning a nadie le importaba que los dos eufóricos se habían conocido en una sala de interrogatorios y que nunca hubieran consumido su romance; que él representaba la autoridad y ella la revolución, como en cualquier novela rosa ante la que las amas de casa lagrimean entre suspiros mientras descansan y se toman un dulce después del almuerzo; que ella había escapado y las mariposas en el estómago estaban prohibidas para siempre. Pero como para siempre también es un concepto relativo, el mundo cambió y con ello las mariposas vieron una posibilidad de volver a la vida, al estómago. Y ahí estaban los dos, sonriendo como dos tontos, flotando, con su final feliz que no interesaba a nadie más que a ellos.
El lenguaje de mi infancia
Obruchenie, Ivan Milev, 1923
Recuerdo que cuando era pequeña, la lectura provocaba sensaciones contradictorias, confusas en mí. No por las historias que leía, sino por el choque sensual, sensorial que me sobresaltaba al leer algunas palabras. Hoy me parece que estaba tan perdida, adicta a la lectura, menos – o por lo menos no solamente – por lo que aprendía, por las aventuras de las que me hacía participe, sino también por el asombro que formaba parte inseparable de esta actividad: Leer en sí se convertía en una aventura multisensorial, al descubrir palabras nuevas que a su vez me descubrían asociaciones indescriptibles, como relámpagos cortos, repentinos, inesperados que atravesaban mi cuerpo.
Palabras que me parecían extrañas por la combinación de consonantes y vocales, por las sílabas que las hacían vibrar y al pronunciarlas me sonaban como producto de un lenguaje exótico, incomprensible.
La verdad es que pocas veces leía en voz alta: solía leer sola, de modo que estas palabras, estas combinaciones extravagantes de sonidos perforaban mi mente y yo me atrapaba pronunciándola casi inconscientemente, fascinada por la música que creaban.
Quizás la palabra zhivot era una de las que despertaban sensaciones que no sabía definir. En búlgaro significa vida, y la primera letra se pronuncia con un “zh” sonoro, algo entre el catalán “J” y el inglés “J”, acento sobre la o. Siempre ha estado unida a vibraciones como el balbuceo de una fuente, el trémolo de un motor. Svetkávitsa, del verbo svetja que significa iluminar, o relámpago, también me hacía sentir el ta-tam silencioso del rayo, un fenómeno que se anunciaba tan sólo con una raya curvada en el cielo. De niña no tenía ni idea ni de la interpretación como una fuerza fértil, ni de la del relámpago como el falo divino. Pero al pronunciar la palabra svetkavitsa, mi imaginación creaba una sinfonía de sensaciones, mientras la raya luminosa llameaba muda en el cielo.
Por otro lado, mi sensibilidad me hacía demasiado débil ante palabras que no correspondían a mi idea de lo perfecto, y así predeterminaban mis gustos. En búlgaro, la palabra patladzhan significa berenjena. La llamamos también tomate azul. Esta palabra definitivamente no me resultaba estéticamente aceptable, por tanto era impensable para mí comer algo cuyo nombre me parecía feo. Nunca se lo pude explicar a mi familia, pero aquí confieso que la razón principal, por no decir única, por la que desde siempre me negué firmemente a incluir la berenjena en la no muy larga lista de cosas aceptadas por mi sentido de estética (más bien por mi tick agotador de buscar lo ideal en cada objeto o persona), fue esta. Gracias a Dios he aprendido a controlar este tick con los años, o por lo menos eso quiero creer.
Hoy, cuando leo en búlgaro, emerge en mí un conjunto de fragancias, imágenes, leyendas y recuerdos personales. Hacía mi nariz se hace el camino el aroma de la sopa de pollo de mi abuela y de los geranios de su jardín.
Leer en búlgaro me despierta una nostalgia.
Cuando uno decide irse, tiene que asumir muchas cosas: que probablemente no podrá despedirse de seres queridos, que no formará parte de una nostalgia común, que se desprenderá de una identidad que mira hacia un pasado común, un nosotros, un «y te acuerdas cuando…» de los amigos de siempre. Aprendemos a tener voces distintas, risas distintas, en cada idioma que hablamos. Y al volver a hablar el idioma materno, a reírse sobre los chistes que me hacían reír cuando niña, sobre unas expresiones especiales, cuya composición de sonidos y sílabas en palabras me revelan un secreto especial, sólo para mí, me embriaga una complicidad indefinible, insuperable, porque la siento tan profundamente en mi ser que de repente todas las voces, las risas, los yoes, los seres se desvanecen.
El lenguaje es probablemente la última barrera, el último bastión ante el exilio – físico o emocional.
El exilio tiene dos rostros, destierro y santuario a la vez. Dos rostros contradictorios, como una cabeza de Jano. Y cuanto más intenta uno entrever lo que esconde cada rostro, tanto más se pierde y se enreda entre la vida tejida de hechos y el borboteo de sonidos que quedan marcados para siempre en el corazón. En el corazón y en un centro del cerebro, – que indicó Hannah Arendt agarrando su parte trasera de la cabeza – : ahí es donde vive la lengua materna. En algún momento parece que el exilio empieza a convertirse en una quimera, en un estado real e irreal a la vez, dado que lo definimos a través del no-estar, la no-patria: entre los conceptos que forman parte de la identidad, en un estado extraordinario como es el exilio, el lenguaje permanece la única constante. «Lo que queda es la lengua materna.», apuntó Arendt.
Pienso aquí en los miles que tuvieron que abandonar Alemania en los años treinta, entre ellos: muchos de sus intelectuales más apreciados, que se convirtieron en símbolos y pilares del pensamiento del siglo XX. Su caso fue un exilio doble: uno impuesto por el régimen nazi, el otro – autoimpuesto – con el lenguaje. Algunos, como los hermanos Thomas y Heinrich Mann, escribieron en su lengua materna desde el exilio, lo cual fue su forma de participar en la Resistencia. Pero hubo muchos otros que decidieron borrar el idioma alemán de su vida y abrazaron por completo el lenguaje y la cultura del país que los acogió.
Cuando uno decide relegar todos estos sonidos, que le han hecho crecer y han moldeado su ser, – cuando los archiva, entierra, reniega – es cuando rechaza lo esencial de su ser. Porque: «Patria es lo que se habla», decía Herta Müller.
Yo también llevo mi patria, mi eterno hogar en el corazón y en aquella parte de la cabeza, que empieza a vibrar en cuanto percibe la música de mi idioma nativo. De alguna manera, me siento más ligera, más libre, como cuando corría detrás del perro de la vecina en mi infancia y formaba parte inseparable de los campos y los bosques detrás de nuestra casa de campo. Me siento feliz.
Asesina
Siempre creí que hay una sensación divina en el acto de aniquilar una vida.
¿Cuánto cuesta tomar una vida?
Un abrir y cerrar de ojos, el tiempo que necesita un aliento. Inhalar y exhalar. A veces también me asombra la idea de que la vida es un bien intocable. el sumo bien Me ocurre en momentos cuando experimento la vida real suspendida, en el limbo, como una hipótesis que puede tener varios rostros, según el punto de vista. Resulta gracioso poner boca abajo la realidad, sus pilares éticos, torcer categorías estables, hacer temblar las fundaciones de la sociedad tan sólo con la fuerza del pensamiento. ¿Quién ha dicho que la vida es el sumo bien de la humanidad, que hay que protegerla por encima de todo?
La facilidad y la ligereza que siento cuando me imagino a mí misma tomando una vida ajena son tan presentes que asustan. Me asusta la tranquilidad que siento, la consciencia de ser capaz de hacerlo. Cometer un acto violento contra el bien absoluto. Alguien que está y un momento más tarde no está, y el mérito sería solamente mío. Este pensamiento contiene cierta dosis de absurdo a la vez, dado que no soporto la violencia en ninguna forma, salvo en momentos de rabia, que me posee por completo, en momentos en los que me siento más allá de leyes y normas creadas por el ser humano, en los que mi deseo de aniquilar, mi impulso de asesinar y mi yo se funden y es imposible diferenciar el uno de los otros: soy sólo un instinto asesino, la mano que se lanza en un golpe mortal, el dedo que presiona un gatillo. Hay una belleza singular, excepcional en este movimiento que a la vez carga mi cuerpo y mi mente de adrenalina y me hace sentir invencible, única, a través de y gracias a la exclusividad del acto de matar. Una sincronía absoluta entre mi ser, el ser cuya vida tomo arbitrariamente y las circunstancias que me permiten esta sensación.
Mi necesidad de experimentar la belleza no me permitiría recurrir a métodos poco estéticos como es el ahorcamiento. No hay nada bello en un cuerpo que se agita en sus últimos minutos de vida: los ojos se hinchan, la lengua inflada se hace camino entre los labios que cobran un color azul-violeta, los ruidos de la tráquea que hace un último esfuerzo de guardar un sorbo de aire. Rechazaría también el uso de herramientas cortantes que destruyen la integridad física del cuerpo y convierten este instante de belleza absoluta en un baño de sangre y lo ensucian con su materialidad. Nada orgánico debe destruir su perfección. No usaría veneno porque presenciar cómo una sustancia corroe el cuerpo físico me priva de la sensación de participar activamente en el acto divino, que es romper la unión entre lo material y lo inmaterial, liberar al espíritu de la imperfección del cuerpo.
El éxtasis, que repentinamente inunda mi cuerpo, se expande hasta la última de mis fibras, la belleza monstruosa del momento, en el que la vida en los ojos extraños empieza a desvanecerse y los miembros se convierten en las tristes articulaciones manipulables de una marioneta, – tienen la fuerza y el poder del acto creativo. Siento cómo mis ojos brillan y un calor placentero invade mi cuerpo.
Celebrar la vida aniquilándola, la creación de una obra de arte a través de la muerte, del acto de matar. ¿Se excluyen mutuamente? Si la vida y la muerte están tan cerca la una de la otra, ¿puede haber una manera más convincente de glorificar la primera, a la vez haciendo reverencia a la segunda? Un hommage al ciclo de la vida, a la naturaleza,a la grandiosidad del universo en un solo acto.
¿Existe un prototipo de asesino? Un tipo de hombre, popularizado por la industria del cine, con ojos de un azul que cortaría un trozo de hielo y rasgos faciales masculinos, delicados. Un asesino sumamente erótico. O una mujer vamp: con labios de rojo intenso, y piernas largas y desnudas, por las que todo el mundo se desvive. O quizás un ser anodino, de piel amarillenta que lleva marcado el paso del tiempo sobre sí, un ser canijo, con calvicie y una cara cubierta de arrugas y arruguitas: de risa y penas, de preocupaciones y reflexiones.
Tal como Hannah Arendt descubrió “la banalidad del mal”, deberíamos conformarnos nosotros también con la idea de que el homicida, el asesino lleva en si este mismo rasgo: la banalidad. Al fin y al cabo, en la gloria y en la caída, el ser humano lleva consigo su equipaje personal y ser humano conlleva tanto la capacidad de crecer sobre sí y obrar milagros por la fuerza de la voluntad y la fe en una visión bella, como las arrugas de un personaje sumamente no-interesante, cuya cara común no figuraría entre las caras que quedan marcadas en nuestra memoria. Es difícil aceptar este hecho, ya que matar, asesinar es un acto acompañado de cientos de reparos éticos y morales en nuestra especie, desde hace siglos. Resulta más fácil otorgar al acto, a la voluntad de matar, un sitio aparte y envolverlo en un aire de gloria y heroísmo malentendido, no comprendido. Lo curioso es que de esta manera – a veces – incluso podríamos llegar a liberarnos de valorar, de juzgar sin remordimientos. ¿No es extraño esto: glorificar para no tener que condenar? Por otro lado, los periódicos nos recuerdan a diario de que – en la vida real, matar es un acto muy propicio de la naturaleza humana y nos salvan de la difícil elección entre un outsider exótico y un ser humano banal.
¿Existe una vocación para ser asesino? Asesinar como una actividad que experimentamos en plenitud, en las que sentimos el famoso flow del científico de origen húngaro con el nombre imposible de pronunciar. Probablemente sí. Tal vez sea esta una vocación que deberíamos asfixiar en ciernes. Finalmente, los principios éticos sirven también – entre otras cosas – como mecanismos de control de la sociedad. Pero siempre habrá alguien capaz de apreciar la grandiosidad de aquel instante en el que un ser humano exhala su último aliento gracias a su mano.
Una lectura de «Teoría King Kong» de Virginie Despentes
Cartel italiano de la películla King Kong, 1933
Una de las primeras cosas que sentí al leer la Teoría, fue un tremendo impulso de tirarme unos cuantos videos de porno, y de masturbarme sin fin. Sobra decir que también me entraron ganas de follar. No de ser follada, sino de follar: de coger al machote y explorar con él todos los caminos de mi imaginación, con todo el tiempo del mundo. Por experiencia, los hombres no tienen nada en contra de que los follen. Incluso les gusta adoptar una actitud algo pasiva y dejar que alguien haga el trabajo. No me he acostado con cientos de hombres, no dispongo de la experiencia variada de Despentes, pero de los hombres que han pasado por mi cama, algunos han preferido dejarme hacer a mí. ¡Qué triste cuando queda en evidencia que lo hacen por pereza: porque es más cómodo! Así que nadie me hable de la virilidad en la cama: es sólo una representación que existe en las películas porno, aquí estoy de acuerdo con Virginie Despentes. Otros han perdido las ganas porque mi iniciativa les parecía demasiado viril. O tal vez era la energía que se crea entre dos personas en la cama que deja al desnudo todos los clichés sobre el comportamiento sexual de hombres y mujeres.
El flirteo, desde luego, – que no es nada más que un juego de rol, para muchos pre-definido – , normalmente deja pensar al hombre que es él quien lleva las riendas. En cuanto la mujer cambia de actitud, se siente indefenso. Lo dicho vale para hombres que de antemano son inseguros y cubren este hecho con las frases hechas y la confianza en los papeles establecidos del flirteo.
El libro de Despentes es definitivamente revelador: rompe el corsé de estos papeles, desde la necesidad de decir en voz alta, de gritar desde lo más profundo de sus pulmones, lo que hoy día se ha convertido en una obviedad: el rey está desnudo. Sí, es necesario llamar las cosas por su nombre, sin envolverlas en el papel colorido de las ideologías. También es una manera de hacer cuentas con su propio pasado, acercarlo a su presente de manera oficial, en un intento de hacer las paces, quizás.
“Dadnos el derecho de correr el riesgo de ser violadas”. Yo firmaría un manifiesto así, ahora, que se ha puesto tan de moda firmar manifiestos. No por mis propias ganas de correr este riesgo: me he dado cuenta con la edad de que soy bastante miedosa y no me atrae nada lo de ponerme en situaciones en las que me pueden pegar dos hostias y en las que no sé si voy a volver entera a casa, por el simple morbo de experimentar algo. Desde luego, la idea de levantarme, desempolvarme y seguir adelante después de haber sido violada, me quita bastante de la euforia. ¿Comparamos la violación con un rasguño, como les ocurre a los niños, que se levantan sabiendo que las lágrimas son una pérdida de tiempo y mientras lloriquean por la rodilla herida, los otros niños ya están tramando otras aventuras? ¿O tal vez, con una paliza, como entre hombres? Te levantas, cruzas los dedos por que las costillas rotas sanen por sí solas y sigues como si nada.
“Existe un orgullo de sirvienta que avanza con trabas, como si fuera útil, agradable o sexy. Un goce de esclavo en la idea de servir de trampolín”. Un punto de vista bastante radical, que – aunque en algunos casos sin duda pueda ser verdad – , generaliza de manera injusta la actitud femenina, la mujer como tal (que por cierto es algo que no existe). Me imagino a Virginie, con su anorak y cabeza rapada, una chica que se tiene únicamente a sí misma, que tiene que crear una personalidad fuerte para hacerse valer en el mundo. Probablemente sería un prejuicio decir que una teoría King Kong puede salir de las filas de las chicas punk rock, las chicas que no tienen nada que perder, para las que despojarse de los estereotipos cuesta menos que encajar en ellos, pero este es el pensamiento que se hace camino en mi cabeza mientras leo. De alguna manera me recuerda a la revolución de los bolsheviquis en Rusia.
Imaginémonos a una Virginie de una familia de la clase media – , ahí es donde más cuesta romper estereotipos: ¿pensaría igual sobre la posición de las mujeres? Tal vez sí. ¿Se convertiría en una revolucionaria, revelando las verdades incómodas de la clase burguesa, o preferiría dedicarse discretamente a la prostitución ocasional, como hacen las mujeres que describe en su libro? No lo sabemos, pero vale la pena especular sobre ello.
Me parece un poco peligroso – , y una simplificación que más bien hace daño a la idea del libro, decir que el Estado quiere establecer los prejuicios entre hombres y mujeres. Cuando Despentes habla desde el punto de vista de la chica que se tiene sólo a sí misma, sin politizar, sin ideologizar, es cuando su mensaje tiene el impacto más fuerte, de una honestidad y una claridad hirientes.
¿Qué es la teoría King Kong?
Un testimonio personal, la teoría personal de Virginie Despontes.
Es sólo lógico que entre las voces indignadas de mujeres y hombres que exigen leyes estrictas para los violadores, aparezcan las contra-voces: las que dicen “No pasa nada, no es para tanto”, como si hubieran descubierto América. Lo triste es que este “No pasa nada” ha sido la actitud y la elección de las mayoría de las mujeres que han tenido que pasar por situaciones humillantes y peligrosas. Lo nuevo es que con estas contra-voces se calienta la polémica y se agudiza el conflicto latente en la sociedad. A pesar de que el libro de Despontes contiene verdades que ya todos conocemos y con las que lidiamos a diario, le damos las gracias por intentar romper el molde, por gritar: El rey está desnudo, viva el rey. Viva el rey: al fin y al cabo, la chica punk se adapta, vive la vida de una mujer integrada en la sociedad, aunque sólo en ciertos círculos, y le ocurren cosas como a cualquier otra mujer: su pareja la abandona, no tiene hijos, traspasa una fase de crisis de los treinta. Pero lo llama algo “consentido”, y, a decir verdad, viniendo al final de este libro-manifiesto a favor de las mujeres oprimidas, sin oportunidades de vivir una vida independiente, libre, de las mujeres que sufren bajo el ego del hombre, esta explicación innecesaria de lo “consentido” suena como una excusa.
¿Qué ocurriría si despojáramos a la violación del estigma de la humillación, de la imagen de la mujer ensuciada para siempre, y la tratáramos como un simple acto violento, como lo es una paliza?¿ Haría esto a las mujeres más seguras, se sentirían más valientes, miembros iguales en una sociedad dominada por hombres?¿Terminaría un proceso así en más derechos y más aprecio para las mujeres? Lo dudo.
Creo que Despentes generaliza – y por eso tergiversa – la percepción de mujeres y hombres desde un punto de vista puramente personal, que es sólo esto: un testimonio, una experiencia personal, ni más, ni menos. En cierto modo, es otro manifiesto feminista, cuyo valor principal consiste en impulsar o avivar el debate sobre la sociedad contemporánea en general, hacer una recapitulación de los procesos que tienen lugar en ella, de los valores que compartimos como sus miembros, y qué clase de individuos elegimos ser.
Hambre
Pallas Athena, Rembrandt (1655)
Hambre. Intento convencerme de que es saludable pasar hambre de vez en cuando, pero desde el desayuno – algo magro – de esta mañana, que consistió en leche de almendras con cereales, no he puesto nada en la boca: he estado engañando a mis tripas con agua, y a mi paladar con unos caramelos. Me estoy quedando ciega de hambre. Empiezo a sentir una presión en la cabeza: la impaciencia y nervosidad, como dos bloques que suelen superarme en momentos así. Una impaciencia animal, incontrolable, primitiva –
– me hace olvidar todo, incluida yo misma.
Me siento reducida al ansia de comer.
Porque estar hambriento es una actitud hacia la vida.
Mi mente necesita saciar su hambre. Tiene que comer: ideas, pensamientos, libros, artículos, personas y personalidades, situaciones, contextos, historias. Todo lo que se encuentre por el camino, hasta atragantarse. Es como un pozo sin fondo: oscuro, y da vértigo cuando miro hacia abajo, intentando averiguar el alcance y lo qué esconde la negrura.
Necesita. Sospecho que en realidad soy yo – todo mi ser – la que necesita. Nade puede escapar de sí mismo, y como en mis textos no puedo sino desnudarme por completo, acabo diciendo verdades inconscientes.
A lo mejor debo hablar entonces del placer que siente mi mente al saciar su hambre. Cambiar el enfoque suele tener un efecto positivo cuando uno se siente atascado y no sabe qué camino escoger. Salvo el sexo, nada puede hacer mi mente disfrutar tanto como el aprender, el saber. Las pequeñas eurekas a las que llego y hacen que se hinchen mis ojos de asombro y que me inunde una ola de calor, y que mis fibras empiecen a vibrar. Sí, es comparable al sexo, y el sexo ocurre en la mente.
Como. Lo extraño es que a veces cuando leo y pienso, o analizo un texto, realmente tengo la sensación de estar comiéndomelo. Literalmente puedo sentir la avidez con la que mi boca y mis dientes parten trozos de párrafos, siento los grandes bocados en mi boca y mis mandíbulas mastican ferozmente hasta que no queda nada.
También siento hambre de sexo. De hecho, creo que el hambre de conocimiento y el hambre de sexo son las dos fuerzas que mueven mi vida. Todo lo demás son detalles. El toque físico, las sensaciones carnales: un plato exquisito o una comida copiosa, correr por el parque o en el gimnasio mientras todos los músculos gritan del placer de sentirse vivos, un abrazo delicado. En realidad, todo ello no es sino la sustitución de lo mismo: sexo.
Sexo. Una exaltación de la vida.
Hay veces, cuando no puedo ni con la una, ni con la otra, me dejo morir. Mi cuerpo entonces es una herida abierta, una llaga ardorosa, una camisa como aquellas en las que envuelven a los locos, que me asfixia, prisión provisional donde se me permiten sólo unos pocos traguitos de luz solar y aire fresco. Mi propio cuerpo es la cárcel de un grito desesperado, primitivo, animal, que necesita romper las paredes y respirar, sonreír, vivir.
A veces simplemente quiero sentir, arquear mi espalda y dejarme llevar. Alguien dijo una vez que si los hombres supieran que las mujeres piensan y quieren lo mismo, muchas cosas serían más fáciles. No sé si es cierto. Dicen también, que habría que educar a los hombres: a ser menos machistas. Lo irónico es que también habría que educar a las mujeres, por lo mismo. Porque el ego no entiende de gender. Y el poder es tan seductor que ni siquiera nos damos cuenta cuando abusamos de él, simplemente porque lo tenemos. De repente el ángulo cambia. De modo que, antes de darnos cuenta, el feminismo podría llegar a ser el nuevo machismo.
Equilibrio. No soy capaz de mantener mis dos hambres en equilibrio. Cuando uno es más fuerte, me obsesiona por completo, no hay sitio para el otro, mis sentidos no lo perciben, mi ser lo rechaza, hasta que le toque su turno. Tampoco soy capaz de predecir cuánto durará el reino de cada uno. Tengo la sensación de que soy esclava de mis pulsiones, y por mucho que intente alabar mi ego, creyendo que soy yo quien dirige mi vida, siempre acabo como una pelota de tenis, lanzada de un lado del court al otro.
Ya, el ego. Y, ¿dónde queda el ego en este juego de pulsiones? Para algo tiene que servir. En el contexto del hambre, el ego me parece una construcción artificial, un payaso creado para divertir el hambre de conocimiento y el hambre de satisfacción física. Un bufón que corre para arriba y para abajo y recurre a todo tipo de trucos y piruetas para asegurarse la atención de sus dueños, por miedo de que puede caer en el olvido o incluso ser desterrado por no ser lo suficientemente divertido e ingenioso.
Amor. Aunque, al final siempre queda el hambre por amar y ser amada. Es insaciable, he nacido con ello.
Sólo somos personas cuando nos situamos frente a otro, nunca de forma aislada. Lo que nos convierte en personas es el vínculo con el otro, la relación de amor,
apuntó Julia Kristeva. El amor es un estado, y también una actitud ante la vida. El vínculo con el otro nos completa, es la forma más clara en la que el amor se manifiesta, pero no nos define como personas.
Recuerdo momentos de mis años universitarios, en los que tenía un presupuesto bastante ajustado durante períodos relativamente cortos. Hubo semanas entonces, en las que me veía forzada a despojarme de todos los caprichos y deseos justificados e injustificados, en las que tenía que reducir mi alimentación a lo más básico, y renunciar a todo tipo de diversiones. Me quedaba entonces en mi pequeño cuarto, donde lo único que podía hacer era leer: la biblioteca universitaria era prodigiosa. Sentía los primeros días una ansiedad, que luego se agudizaba, y me resultaba difícil aceptar que estábamos solamente los libros y yo. Me sentaba ahí, en la incómoda silla (era de las que se doblaban), y leía. Y después de esta primera fase, me envolvía de repente la tranquilidad, la consciencia de que no necesitaba nada, me sentía autosuficiente, no había nada más: sólo yo.
Libertad. Creo que entonces perdí el apego a todo lo material para siempre. Mejor dicho, perdí la tendencia de identificarme con cualquier objeto.
Supongo que con el apego a las personas ocurre lo mismo. Cuando reduzco el contacto al mínimo absoluto, a lo más necesario, siento primero un alivio, como que mi cuerpo y mi mente empezaran a liberarse, a limpiarse de polvorientas energías ajenas. Hasta que al final me siento desenganchada y ajena a todo y a todos. Estoy en el limbo, ligera y pesada a la vez. Para una persona emocional como yo, es bastante difícil purificarse de seres humanos y relaciones humanas. Pero este tipo de hambre también acaba apagándose, todavía no sé si para mejor o para peor. Al fin y al cabo pertenezco a una especie que se adapta a todo.
Un comentario sobre el artículo de Catherine Millet «La mujer no es sólo un cuerpo»
Lucrezia, Artemisia Gentileschi (1620-1621)
Poco después de publicar el manifiesto contra el movimiento #MeToo junto con otras intelectuales francesas y dar una entrevista para El País, la escritora Catherine Millet publicaba un artículo en el mismo periódico con el título “La mujer no es sólo un cuerpo”.
No chocaría tanto este título si hubiera sido producido como uno de los efectos de #MeToo. Pero saliendo de la pluma de una de las autoras que defienden “el toque torpe masculino” y que lamentó públicamente no haber sido violada para demostrar que esto se supera, definitivamente despierta asociaciones contradictorias. El título sugiere que existe una diferenciación entre el cuerpo y la psique de la mujer, que el debate sobre agresiones por parte del sexo masculino reduce la mujer a su cuerpo físico, y al fin y al cabo, relativiza la violación como delito.
Me sorprende su punto de partida: la sensación de rechazo o incluso repugnancia dentro de una relación, para compararla con lo que puede sentir una mujer durante un acto de violación es la premisa errónea. No importa lo rica y variada que puede ser la vida sexual de una mujer – o al revés: monótona y reducida al mínimo – , ceder o consentir el acto sensual dentro de la relación difícilmente puede ser resumido en una única categoría. Por eso resulta un asunto delicado tratar y decidir sobre los casos de violencia doméstica. ¿Dónde empieza la violencia y cómo podemos demostrarla?
Creo que cuando hablamos de una violación, deberíamos partir del caso “habitual”, que es ejercer un acto sexual contra la voluntad de la persona que la sufre, y no desde las excepciones y las variaciones vagas y ambiguas de cada caso individual.
Pocas veces somos capaces de prever y controlar nuestras reacciones en situaciones en las que nos vemos sometidos a una agresión física y psíquica. Una agresión física siempre tiene un impacto sobre nuestro estado emocional y psíquico. Someterse a la agresión física sin oponer resistencia, como sugiere Millet, es lo que probablemente haría la mayoría de las mujeres en tal situación. Pienso aquí en el caso de La Manada y en la joven forzada a satisfacer sexualmente a cinco personas durante Los Sanfermines en Pamplona. Dudo mucho que ella pensara en que su espíritu sería igual de independiente mientras. El miedo nos paraliza, la impotencia paraliza nuestra capacidad de razonar. Dudo también que alguna mujer se prepara mentalmente para el caso de ser violada, para poder así irse a casa después con la cabeza bien alta, consciente de su espíritu libre e independiente. Me atrevo a decir que el acto de violación nunca, o casi nunca, trata de la simple satisfacción sexual del violador. Es una verdad común de que el que viola, sea un hombre o una mujer, abusa de su posición de poder físico o dentro de una estructura jerárquica. Y sobre todo, abusa porque tiene la oportunidad de hacerlo: porque es el/la más fuerte en la relación que se crea entre él/ella y la persona que se somete. Una violación va de la mano con la humillación, con el terror. Y, no, aunque nunca he preguntado a prostitutas qué sienten a la hora de acostarse con un cliente que no les cae bien, me horroriza la comparación de una violación con una relación que figura como profesional en la sociedad, como un servicio prestado consciente y voluntariamente. Y llegados a este punto, me doy cuenta de que, en su primera parte del artículo, Millet no hace más que crear dos premisas que no sólo que no parecen lógicas, pero – a pesar de que en su manifiesto la rechaza – parece que si no disculpan, como mínimo relativizan la violación como un delito a costa de la víctima.
Probablemente hay que leer el artículo junto con el manifiesto feminista que publicó, del cual queda claro que se oponen a la caza de brujas en la que amenaza a convertirse el movimiento #MeToo, y que defienden la galantería masculina, no la violación. Estoy de acuerdo con lo primero. Sobre todo, porque creo que los que hasta cierto momento se han sentido “oprimidos”, al momento de convertirse en los fuertes del día, cometen los mismos errores. No tenemos reglas claras para definir a partir de qué momento un roce indeseado en el tranvía o en la calle, o en el trabajo se convierte en abuso.
Por eso sorprende incluso más el salto a la referencia católica y el alma. ¿Qué es el alma?¿Quién sabe qué es el alma? ¿Y qué pasa con las mujeres que no han disfrutado de una educación católica? ¿A qué se pueden acoger en el caso de ser violadas? Tal razonamiento me parece ingenuo y frívolo.
Lucrecia, que vivió en el siglo VI a. C., se suicidó porque no pudo soportar vivir después de haber sido violada. Lo cual, por cierto, indignó al pueblo romano hasta tal punto, que desterró los reyes (uno de los cuales fue el violador) y puso el principio de la República. Mucho más tarde, San Agustín, cuestionaría la honestidad de Lucrecia, interpretando su violación como adulterio. ¡O, tempora, o, mores! San Agustín no aprobaba el suicidio, y su interpretación del “caso Lucrecia” ocurre en este contexto. A San Agustín poco le importaban los derechos de la mujer, sino la cuestión de que el suicidio era un homicidio y la violación un adulterio. Por tanto, él asume que Lucrecia se suicidó por vergüenza ante su debilidad. Con eso, Lucrecia ya estaba condenada de todos modos. Además, según el santo hombre, cualquier mujer que presume de su virginidad, debe llevar las consecuencias de ser violada. La frase que cita Millet se refiere al razonamiento de San Agustín de que el ser humano debe buscar consuelo en la vida, no en la muerte, de ahí la pureza del alma.
No podemos saber qué pensó la pobre Lucrecia. Tampoco lo pudo saber él al sospechar que “a lo mejor se dejó llevar por el placer”. Crear un argumento sobre semejante especulación, que además abarca un período de la Antigüedad de diez siglos y se basa en las leyes y costumbres imperantes desde hace quince siglos, para aplicarlo en la sociedad contemporánea, es absurdo.
Es posible que haya mujeres que experimenten un orgasmo durante su violación. Desde luego, me deja perpleja la sugerencia de que las mujeres tardan en denunciarla porque hayan tenido un orgasmo. Debe de ser una fase tortuosa la de anunciar en público que una ha sido violada, de contarlo con pelos y señales, de repetirlo ante abogados, psicólogos, jueces. Nadie tiene ganas de exponerse a esto y encontrar su historia y su foto en el periódico. ¿Acaso se siente una mujer menos humillada porque su cuerpo ha reaccionado de una manera distinta a la que se supone que debe reaccionar una “víctima de verdad”?
Después de tratar la violación, Millet de repente pasa a referirse a las agresiones masculinas en general y a la manera individual de ser percibidas por parte de las mujeres. En mi opinión, así relativiza el posible impacto que agresiones puedan crear en la sociedad en general. Es cierto también que la moral sexual tiene un aspecto puramente individual, pero lo que persigue #MeToo es reducir las agresiones, para que mujeres que se sienten sin la opción de elegir si quieren someterse a ellas sepan que pueden confiar en las leyes creadas por la sociedad en la que viven. Para que no tengan que arreglárselas de alguna manera y tenerse sólo a sí mismas y su resiliencia a la hora de superarlas.
Mekizi para desayunar
Pasé mi infancia temprana con mis abuelos. Desde mediados de septiembre hasta mediados de junio – iba a la guardería y por la mañana – mi abuela me despertaba temprano para llevarme. En el invierno encendía la estufa antes de despertarme: una de estas que funcionaban con madera, y que tienen la capacidad única de crear la sensación de hogar estén donde estén, con el olor a troncos ardiendo, a ceniza, y también a té de tila, que siempre hervía encima, con hojas y flores recogidas personalmente por mi abuela. Me despertaba y me vestía mientras yo todavía luchaba por abrir los ojos, calentaba antes mis calcetines al fuego, para que el roce con la materia fría de la noche no fuera desagradable.
Por la tarde a menudo me recogía mi abuelo, que ya era jubilado y aprovechaba la oportunidad para dar un paseo. Era nuestro ritual pasar por la pastelería, donde él me compraba una kifla con mermelada dentro: una especie de panecillo dulce de forma alargada, uno de los productos típicos de la época comunista.
Pero lo más espectacular eran los veranos, unos tres meses de dicha absoluta, incesable, irrepetible. Tres meses sin reglas, en los que cada día resultaba único, en los que sentía que el tiempo estaba a mi merced, y no al revés. Los veranos de mi infancia no eran tan calurosos, por la mañana y por las noches solía sentirse una briza ligera, que sólo avivaba el aire y transportaba hacia la nariz todas las fragancias del huerto de mis abuelos: a hojas de tomate y parra, a fresas y manzanos, a narcisos, jacintos, hortensias, rosas y geranios. También se notaba el aroma de abono que llegaba del puesto de las gallinas. En la ciudad pequeña durante el régimen comunista no era nada extraño que cada familia tuviera su propio huerto; las tiendas no ofrecían mucho más que un par de tipos de queso o de salami que se aburrían en los estantes. De modo que en la mesa siempre había huevos frescos, manzanas, uvas o fresas que mi abuela acababa de recoger, y unos tomates enormes (de cuyo tamaño mi abuelo estaba especialmente orgulloso) para la ensalada.
Por la mañana mis abuelos se levantaban temprano y me dejaban dormir. Después de hacer algún trabajo en el jardín, mi abuela se ponía a preparar mi desayuno. No sé quién de las dos estaba más ilusionada: yo en comérmelo o ella en preparármelo. Y eso que de niña yo era bastante caprichosa y solía llevar a toda la familia al borde de la crisis nerviosa – cuando nos sentábamos a la mesa. Nunca vi a nadie dedicarse con tanta entrega a hacerme feliz, que daba por hecho su atención: se le iluminaba la cara al verme comer a grandes bocados el plato que me había preparado. Me hacía mekizi para desayunar: un trozo de masa parecida a aquella con la que en Andalucía se hacen los churros, pero más salada. Se parte la masa en trozos, que se extienden hasta tener una forma alargada y se fríen en abundante aceite. Luego, mientras están calientes, se comen con mermelada, con miel o con azúcar en polvo. Mis favoritas eran con mermelada de mora de zarza, también preparada por mi abuela. Mientras yo comía, ella se dedicaba a hacer tareas de la casa, y echaba un ojo en mi dirección para controlar el número exacto de mekizi por el que iba.
¿Es esto lo que llaman amor incondicional? ¿Sin muchas palabras, sin grandes promesas y gestos pomposos? Sí, para mí el amor incondicional era esto: mekizi para desayunar.
Luego nació mi hermana y las cosas cambiaron, pero en estos primeros años fui la reina del corazón de mi abuela y hasta el día de hoy ando buscando esa dicha en la que viví entonces.
¿Qué les pasa a las mujeres?
Yo ya no entiendo qué les pasa a las mujeres. Parecen poseídas, te saltan encima como unas brujas. Así, pa’ná’, se ponen a gritarte, a darse en el pecho. Espuma les sale de la boca. El otro día, casi hago una cruz de miedo, te lo digo de verdad.
Iba yo en el metro, con mi mujer y con el niño. (Es que me nació un hijo hace un año, lo más bonito del mundo. Menos mal que se parece más a su madre por fuera, pero verás que va a ser como yo cuando crezca.) Íbamos pues los tres, sería mediodía. Es que mi mujer es del otro lado de la ciudad, de San Juan de Aznalfarache, y habíamos ido por la mañana a recoger ropa para el peque de la casa de sus primos, que también viven por ahí. Me preguntarás cómo encontré una mujer de San Juan, si yo vivo en Amate. Tú sabes, si uno sale por ahí, se encuentra con todo tipo de gente, tiene ganas de ligar, de hacer cosas locas. Yo estaba en un bar con unos amigos, ella también, y entre cerveza y cerveza, pues entramos en conversación. Yo no estaba mal, y ella me pareció, bueno, la verdad es que no sé cómo me pareció. A veces uno no lo piensa mucho, sabes, y como estaban ahí los amigos con sus bromas, al final la entré y ella no parecía tener nada en contra. Yo si hubiera sabido entonces que era de San Juan, no la habría llamado más: ¿quién te va a ir tan lejos pa’ ver a una chica? Como si en Amate no hubiera chicas, ¡anda ya! Pero luego se le cae el velo a uno y no ve las cosas como son, y además es bonito este jueguecito, y te da un poco de cariño, y ante tus amigos también eres alguien si dices que tienes novia, luego te acostumbras, y así antes de darme cuenta ya estaba yo casado y con el churumbel de camino.
Lo del niño es una cosa, también. Dices que ya eres padre y todo el mundo te felicita y te da un abrazo o una palmadita en el hombro. Pero, ¡hay que ver lo que grita por la noche, eh! Yo con eso no puedo, yo tengo que dormir. Pa’ eso está su madre, que le dé la teta, que le calme, yo qué me voy a meter en eso. Yo de niños no entiendo. Anda que su madre tampoco es que es… Eeh. Cuando se le mete algo en la cabeza y empieza a echarme broncas, chiquilla, yo flipo, de verdad. Yo cuando vuelvo a casa, quiero relajarme, sentarme en mi sofá, tomarme mi cerveza, ponerme mi tele, y ya está. Y esta mujer: el niño y el niño. Hay que ver, este niño, ¡joder! ¿Qué hago yo si se pone a chillar, tengo teta yo pa’ darle?¿Es mi trabajo cogerlo en brazos, si acabo de volver a casa? Tía, ¡que me dejes en paz!
Pero no es mala mujer, y el niño también es muy guapo. A veces me sonríe, y lo cojo en brazos. Me emociono, de verdad. Es que, lo de ser padre hay que vivirlo, te lo digo yo.
Pues eso, el otro día en el metro. El niño en su cochecito durmiendo, mi mujer se sentó y yo también me senté enfrente de ella, que es donde hubo un sitio. Yo es que trabajo en la construcción, cuando me llaman; pero ahora no sale nada, por eso es que me fui con mi mujer a San Juan. Y ahí sentados en el metro, como te digo, le pregunto a mi mujer si me ha lavado la ropa y ella dice que no, que no le había dado tiempo. Y encima se hace la digna, como si no supiera de qué estaba hablando. Tiene una costumbre de ponerse así, con la espalda derecha y mirarme desde arriba. Yo es que no soy muy alto, y es que me dan ganas de cogerla y bajarle la mirada ya de una puta vez. Suerte la suya que estábamos en el metro. Pero se lo dije, eh, tú qué crees, yo esas cosas no me las callo. ¿¡Que no me ha lavado la ropa?! ¿¡Y qué trabajo tienes tú chiquilla si estás todo el día en casa?! Por poco le doy una, ahí mismo en el metro.
Y entonces de repente, no sé de dónde salió esa mujer, que estaba a un par de metros de nosotros. Debe de habernos escuchado. Es que la gente se aburre y se cree que tiene derecho a meterse en los asuntos de los demás. Y cómo empieza a alzar la voz esa, y soltar unas palabras raras: eso de abuso, de derechos, de feminismo. Las que repiten ahora mucho en la tele. Que yo abusaba de mi mujer. Quillo, ¡si es mi mujer! ¿Me vas a decir tú qué hago con ella? Que lo había visto, que iba a denunciarlo. Anda, tía, ¡tírate de la moto! Y empezó a preguntar a la gente que si me habían escuchado también. Hombre, ¡qué me van a escuchar! Que yo no tengo nada pa’ esconder, yo voy con mi mujer y con mi niño. Mi mujer, claro, todo el tiempo haciéndose la digna, calladita con la espalda derecha y la cabeza alta que me dan ganas de partírsela, y esos ojos mirando un poco al lado mio. Como si no tuviera nada que ver con el asunto.
¡Hija de su puñetera madre!
Y la gente asiente con la cabeza, pero sin querer meterse, claro. Hubo un hombre, dice que sí, pero así, sólo con la cabeza, con los labios sin abrir; qué va a decir, no está loco pa’ meterse en esto. Es que las mujeres cuando les entra algo en la cabeza, son peligrosas. No lo voy a saber yo. Empiezan a salirles rayos de los ojos, se ponen a chillar y no te dejan en paz hasta que no se salgan con la suya. Es mejor dejarlas ir que cuando se ponen así ni siquiera un bofetón las arregla. Y yo de pegar no soy, eh, no creas. Yo la violencia la rechazo. Pero es que hay veces que no puedes, la mano te sale sola. Pero entonces es incluso peor, amenaza que se va a ir con sus padres, que no me va a dejar ver al niño, que se va a la policía. Vamos, que me va a meter en un marrón.
Mejor me aguanto.
Y entonces salta otra mujer, que ella también lo había escuchado, que a qué venía, que había que reconocerlo, y yo le explico que estamos hablando de la ropa y que no pasa nada, pero entonces mi mujer:
“¡Que te calles ya!”
Madre mía, de dónde sacó esta voz, como trompeta, que casi me atraganto a mitad de la palabra. Y ahora sí que me mira a los ojos. Yo, si se ponen las cosas así de feas, me callo. Intento sonreír para calmar a la otra, pero ella parece que no se lo traga. Por fin llega nuestra parada, nos bajamos y esta mujer, detrás de nosotros. ¡Vaya suerte la mía, lo que me faltaba! Y sigue caminando con nosotros, y sigue a lo suyo, que no se podía ser así, yo qué sé. Y mi mujer otra vez caminando pa’lante y haciéndose la digna. Y yo ya no sé cómo me metí en estos berenjenales. Ya me preguntaba si no iba a resultar nuestra vecina. o algo, pero menos mal que al salir de la estación ella se fue a la derecha y nosotros tiramos pa’l otro la’o. Yo ya pensé que ahora se iba a enterar mi mujer, pero me dio miedo que la otra nos siguiera para convencerse de que no la iba a pegar. Me di la vuelta un par de veces y no la vi, pero ya no me atreví, y además ya estaba como agobiado, y cansado. Hay que ver esas mujeres cómo cansan, eh. Nunca sabes la que te va a caer. Hasta que llegamos a casa, ya casi se me había pasado, porque vamos, más saludable me parecía. Y mi mujer caminando y ni me mira. Digna, digna. Y el niño durmiendo en su cochecito, como un angelito. Y la lavadora la puso mi mujer la misma noche. Pero vamos, yo a partir de ahora, antes de echarle la bronca, miro quién está al lado, que no quiero meterme en esto, tío, no es sano.
Una utopía búlgara
Iglesia San Iliya, Sevlievo, Bulgaria
He llegado a creer que la mayoría de mis paisanos, a veces en secreto, a veces con el corazón en la mano, sueña con que algún día nuestro país volverá a ser un gran reino (tal como lo fue en la Edad Media), con que los territorios búlgaros volverán a incluir Macedonia y con que nos espera un destino digno de un dios en la tierra. Al búlgaro le gusta darse en el pecho y recurrir a su glorioso pasado cuando define su identidad, y al mismo tiempo rechazarla maldiciendo su presente. Siempre lo he considerado una extraña mezcla de narcisismo feroz (aunque esta combinación entre narcisismo y feroz resulta inusual) y auto-odio destructor.
Eduardo Galeano decía sobre el pueblo español que vivía con la mirada vuelta hacía el pasado. Me parece que su reflexión es perfectamente aplicable al pueblo búlgaro. Hasta el día de hoy, algunos de los intelectuales con más influencia en el país proclaman que “poner búlgaro en tu pasaporte es un motivo de orgullo”. Un hecho triste para los pobres mortales que no han sido tocados por el dedo piadoso del destino y no han nacido en esta mancha, llamada también “Suiza en los Balcanes”, a los que las circunstancias poco afortunadas han parido alemanes, suecos, uzbecos, o quien sabe qué más.
Tengo la suerte de pertenecer a una tribu a la que uno de sus hijos predilectos, Aleko Konstantinov, ridiculizó un poco, para bajarle los humos, y creó un personaje que reúne en sí todos los posibles prejuicios, clichés y maldades del búlgaro, un personaje oliendo a sudor y cebolla, con un bigote denso como los bosques de los que ha salido el homo balcanicus y una barba de tres días, con poturi (los típicos pantalones que llevaban los turcos a finales del siglo XIX), para recordar que no debemos olvidar nuestros orígenes antes de medirnos con el mundo. En mi país siempre se citan con mucho gusto replicas de este personaje, cuando se ha de burlar a algún político, la mentalidad búlgara, o la vida cotidiana. Sobra decir que los que citan nunca se incluyen a si mismos en el contexto.
El caso es que los búlgaros siempre han sido arrastrados en direcciones opuestas por su propio ego. Nos gusta ser únicos, nos gusta gritar a pleno pulmón a todo aquel que tiene ganas de escuchar que somos los más fuertes en la península Balcánica, los más inteligentes, los más interesantes. Cuando Freud acuñó el concepto del “narcisismo de las pequeñas diferencias”, seguramente se refería a algún cliente que mostraba los mismos rasgos de mis entrañables paisanos.
Elegidos por Dios, así nos gusta llamarnos. En los primeros años después de la caída de la Cortina de Hierro, el país se quedó vacío de recursos en todos los sentidos, había largas colas y el sistema de tickets intentaba salvar de la hambre la mayoría de la población. Entonces, de repente empezaron a aparecer mediums como setas después de la lluvia. Probablemente eramos el país con más mediums per cápita en Europa. Salían en las noticias, doblaban tenedores con la mirada, curaban niños y adultos ante las cámaras, predecían desastres naturales y humanos. La gente miraba boquiabierta, se lo creía todo y luego se lo volvía a contar el uno al otro mientras cotilleaba al teléfono, o en el trabajo, con un tono detrás del cual se escondía la seguridad de “estar enterado”. Cualquier medium tenía más peso y credibilidad, al fin y al cabo contribuía a la sensación de originalidad, sin la cual mi pueblo no puede vivir. El que había consultado a un medium, era como si hubiera tenido una audiencia personal con el Todopoderoso.
También en estos primeros años, quizás por desesperación, o simplemente porque ya no estaba prohibido, la gente se volvió muy religiosa. De repente las iglesias se llenaron con personas adultas que exigían ser bautizadas y aceptadas en el seno de la iglesia búlgara ortodoxa, que afirmaban haber descubierto a Dios. Casarse por lo civil ya era una broma, uno tenía que casarse ante Dios. De repente, de los cuellos empezaron a colgar cruces. Cuanto más enormes, tanto más claro quedaba que su propietario había encontrado la fe. Por lo menos de oro debían ser. La mayoría de los propietarios de las cruces más pesadas que gritaban haber encontrado el camino, pertenecía a los jefes de grupos de la mafia, cristianos devotos y patrocinadores generosos a los monasterios y las iglesias. Grupos que rápidamente nacieron en la época de la transición (que parece que todavía no ha terminado) y controlaban – abiertamente – el lavado de dinero, el tráfico de armas y de drogas, y los diversos clubs y discotecas donde se traficaba.
A mi también me bautizaron, con 14 años. Era imposible negarse a la hambre común de la familia de regalar una cruz a la niña. Era un deseo incomprensible de mi abuelo, el padre de mi madre (que no había sido comunista, pertenecía a la oposición, si es que se podía hablar entonces de oposición). Mi abuela tampoco había pertenecido nunca al partido, porque tenía un tío que había sido cura. Toda su familia entraba en la lista si no de enemigos del pueblo, entonces por lo menos en la de indeseables. En mi familia nunca se había hablado de religión, no solo por los motivos habituales, estaba prohibido, pero sobre todo porque ninguno de mis padres mostraba ningún interés en las cosas de la religión. Extrañamente, en casa sí teníamos la Biblia, a la que había ojeado de niña, pero con eso, mis conocimientos sobre el cuento de Jesús, los mandamientos, el Antiguo y el Nuevo Testamento se agotaban.
Y ahí estaba yo, con los pies desnudos en un barreño con agua, sujetando una vela en la mano.
La decisión de bautizarme, tomada por encima de mi cabeza, sin considerar necesaria ni una palabra de explicación, me pareció un acto de soberana hipocresía. Nunca después se habló de ello, aunque mi abuela celosamente rezaba el padre nuestro en Navidad, bendecía la mesa con incienso, cuyo olor, debo reconocer, hasta el día de hoy despierta en mi una sensación de sospecha y desconfianza.
Recuerdos de un tiempo no tan lejano
Rápidamente se convierten en una diana para los borrachos que lanzan latas de cerveza vacías por ellas, las cubren con trazos de spray o dejan el hedor de orina. No disfrutan de una atención especial, más bien lo contrario. Cada época y cada sociedad avanzan a través del tiempo acompañados por elementos, estructuras, detalles de la vida cotidiana de los que nos damos cuenta una vez se hayan hecho obsoletos, para organizar una retrospectiva, o una especie de homenaje. Las cabinas telefónicas son unos de estos postes que marcan el paso del tiempo.
Yo nací en los años del régimen comunista, en uno de los países satélite de la antigua Unión Soviética. En las ciudades pequeñas, en los años 80, la dureza del partido no se notaba tanto en el día a día, todo iba a su ritmo tranquilo, lo que había era sobre todo un día a día, el mundo fuera no existía.
Las cabinas telefónicas entonces parecían unas membranas grises, parecía que recogían toda la inmundicia de la noche. No sé si en mi infancia vi a alguien hablando por un teléfono público. Porque en el pequeño mundo de la ciudad pequeña, provincial en un país comunista, no había necesidad ninguna de llamar desde una cabina telefónica. En realidad, era bastante sospechoso. Comunista o no, una ciudad pequeña es sobre todo esto: una ciudad pequeña, en la que el cotilleo es parte del entretenimiento común, en la que las noticias (ciertas o no) vuelan a una velocidad casi preocupante.
Unos años después, cuando iba al instituto y entre semana vivía en un internado porque el instituto estaba en otra ciudad, todos los niños llamábamos una vez la semana a casa. No desde una cabina telefónica, sino desde el locutorio en Correos. Solíamos llamar el miércoles por la tarde noche, esta era la prueba para nuestros padres de que habíamos sobrevivido la mitad de la semana y de que les quedaban dos días de preocupación hasta el viernes por la tarde, cuando todos nos íbamos a casa. Desde las cabinas del locutorio se escuchaban conversaciones muy parecidas: algunas de las chicas lloraban, otras contaban sobre el instituto, o anécdotas del internado donde la convivencia era a veces fácil, a veces insoportable.
No fue así en el año en el que estudié en la capital. El régimen comunista había sido reemplazado de algo que muchos deseaban llamar democracia, aunque no sabían con que llenar este concepto. Parece que el período de transición en el que entonces se hallaba mi país se convirtió en un círculo vicioso, del cual la joven generación todavía no sabe como salir.
Las capitales por todo el mundo se parecen, son todas impersonales, neuróticas. A veces tengo la sensación de que la gente que vive en las capitales necesita desesperadamente escapar de esta impersonalidad que envuelve como niebla su vida, y cualquier cosa es bienvenida para eso. Un atuendo llamativo, con accesorios extravagantes, chocantes, o un comportamiento desafiante, en resumen: todo lo que puede ser clasificado como “original”. Así que en la capital, nadie se preocupaba de que sus asuntos personales pudieran llegar a oídos de desconocidos, nadie tenía ningún reparo en llevar conversaciones en voz alta, claro: esto era “original”, le ponía a uno por encima de la pequeñez del provincialista preocupado por su mundo privado. Gritar sus asuntos ante el mundo le hacía a uno “de mundo”. Yo todavía era joven y mis asuntos no habían cambiado mucho, no se habían vuelto más importantes, pero me acostumbré rápido, sobre todo porque si quería llamar a casa, tenía que ir a buscar una oficina de Correos, lo cual normalmente requería más tiempo. Recuerdo que solía llamar del bar del bloque en el que vivía, que era parte de un complejo de residencias para estudiantes: feo, con bloques destartalados, donde cada uno se buscaba la vida y que se había convertido en uno de los centros de grupos de la mafia. Quizás entonces todavía no se podía hablar de la mafia búlgara, pero sí de grupos medio organizados que se dedicaban al lavado de dinero, que traficaban con drogas y armas. Los estudiantes, igual que yo, solía bajar al bar para llamar a casa: era un simple aparato telefónico, que colgaba a la entrada. Y ahí la gente se ponía en cola, hasta que llegara su turno para llamar, con lo cual cada palabra era escuchada por la gente que estaba sentada en las mesas y por la que esperaba en la cola.
En el centro, también había cabinas de verdad, con una puerta que normalmente se podía cerrar, de color amarillo. Amarillas eran las cabinas también en Alemania: Ahí descubrí que cada cabina tenía su número propio al que uno podía llamar. En teoría. Al principio estaba tan maravillada de este hecho, (era como en una película: que te llamen a una cabina telefónica), que pedí a alguien que lo hiciera, pero, por desgracia, el número no funcionaba. En Alemania vivía en una ciudad relativamente pequeña, muy universitaria. La gente nunca se pegaba a mis espaldas cuando llamaba, algo que no conocía en mi país natal, donde el siguiente respiraba en tu cuello como para recordarte que no debes estirarte más del tiempo mínimo necesario o eventualmente ayudarte con algún comentario o consejo no deseado. Como estudiante en Alemania, recurría a la ayuda de las cabinas telefónicas cuando mi cuenta bancaria se quedaba vacía y la compañía bloqueaba mi número hasta que pagaba mis deudas. Lo cual ocurría con cierta regularidad. Es lo que tenía entonces el mundo capitalista bien organizado: las autoridades, las instituciones confiaban en el sentido de responsabilidad de los ciudadanos. Y los ciudadanos, en su mayoría, cumplían y confiaban a su vez en el sentido de responsabilidad de sus autoridades.
En España descubrí que las cabinas telefónicas también habían avanzado con el tiempo: De un teléfono público se puede enviar un fax (algo que hoy en día casi nadie hace). Aunque pocas veces he necesitado usar un teléfono público aquí, debo decir que disfruto. Disfruto del momento exhibicionista, me divierte la curiosidad que muestran las personas al ver a alguien hablando por un teléfono público. Pero esto también me permite observar a las personas mientras hablo, formo parte de la escena y al mismo tiempo estoy fuera de ella.
Hoy en día, estas membranas grises o cajas celdas de color amarillo me parecen más bien una curiosidad del pasado que necesita ayuda para no perder contra el avance tecnológico. Un recuerdo nostálgico de los tiempos pasados, un recuerdo de que el tiempo sigue su paso, que los cambios son inevitables, que algunas partes van a ser olvidadas para siempre, o van a ser una muestra de que el tiempo destruye lo que ya no necesita.
