Fue como si me besara el tiempo
Han Kang
Esperaba el metro cuando un hombre pasó delante de mí, buscando un hueco donde quedarse hasta la llegada del tren. Sujetaba un libro en la mano y mientras caminaba despacio, leía. Reconocí la cubierta, porque una hora antes había comprado el mismo libro, que ahora aguardaba en una bolsa de papel entre mis piernas: La clase de griego.
Me alegré, con la alegría espontánea del cómplice, del sentirse comprendido. El cansancio agradable del paseo largo se esfumó, y el sudor por el calor inusual, tedioso a principios de octubre que me empapaba la camiseta dejó de molestarme.
Era una maniobra complicada que este hombre ejercía: mientras sujetaba el libro con una mano y con la otra pasaba la página, sus ojos buscaban orientarse por encima de sus gafas de leer y encontrar un espacio para el cuerpo, y sus piernas – con pasos cuidadosos, pensativos, lo desplazaban hacía la columna donde por casualidad no se habían aglomerado otros viajeros como él.
Ahora, en casa, inmersa en las páginas de Han Kang, me pregunto si este hombre, mi cómplice sin saberlo, también percibe de la misma manera la delicadeza de las escenas, el silencio de sus palabras. Un silencio que pesa tanto como la tierra misma, y una delicadeza con la calidad de un cuchillo afilado que despiertan en mí la necesidad de soltar un grito ciego, salvaje, para poder soportarlas. Pocas veces nos encontramos con autores que cuidan del lenguaje como se cuida a un ser querido, en cuyos textos el lugar de cada palabra está elegido, sopesado con suma precisión y – diría yo, con respeto por el lenguaje en sí.
Dos seres dolidos que se acercan el uno hacía el otro. Cada uno es la llave, la cura para la herida del otro, cada uno es la salvación del otro. ¿Qué pensará mi cómplice de esta historia?
¿Percibirá la violencia – también silenciosa, escondida, intuida – la violencia cruda de la vida, de la naturaleza – de decidir sobre las circunstancias por las que hemos de pasar, sin darnos una pista de si lo conseguiremos, si saldremos vivos de esta? Perder la vista, perder el oído, perder el habla – ¿cuál duele más?
¿O dirá simplemente: un buen libro, me gustó mucho?, y asentirá con la cabeza, para otorgar más fuerza a sus palabras – casi sonrojándose, algo avergonzado por no estar acostumbrado a pronunciar grandes palabras de elogio, a servirse de superlativos, lo cual de todos modos a menudo resulta una reacción cliché, simplona, en ciertas situaciones hasta esnob. Pues este es uno de esos libros – tal vez pensaremos los dos: mi cómplice y yo -, sobre los que resulta casi imposible escribir, porque cualquier comentario resulta demasiado ruidoso, basto, cualquier superlativo hiere, rasga la compenetración perfecta entre el silencio grandioso y la sensualidad palpable que nos deja sin aliento.
