Dientes, espejos y vanidad

Observo mis dientes a diario, los inspecciono a la luz brillante en el baño. Me acerco al espejo (soy algo miope), de modo que la punta de mi nariz casi toca su reflejo, clavo los ojos en mis dientes  – no tan blancos, ni grandes, ni pequeños, ni muy bien cuidados, –  y frunzo el ceño. Lo último no ayuda a ver mejor, solo crea la ilusión de poner más esfuerzo en el acto de mirar. 

La dentista también miró mis dientes: sin esfuerzo, sin espejo y sin fruncir el ceño. Hay que sacarlo, dijo con voz categórica, yo añadiría, con una pizca de entusiasmo y otra de alegría. Tal vez con una idea de dramatismo también. Un cocktail explosivo. Finjo que me rindo ante su veredicto. Cuando uno se halla en territorio hostil, ayuda solo la astucia, nunca el ataque frontal. Con voz resignada, de súbdito, celebro su omnisciencia. 

Al salir de su consulta, lamento la futura pérdida de mi diente ni tan bello, ni tan blanco, ni tan grande, ni tan pequeño, ni tan bien cuidado. Es mío.

Me siento vieja.


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1 comentario en “Dientes, espejos y vanidad

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