– ¿No te alegras cuando te dicen señorita? – me sonríe la cajera en el supermercado mientras me acomoda el aparato para pagar con tarjeta, y yo apenas consigo asfixiar el impulso de salir corriendo para buscar un espejo, olvidándome de las bolsas pesadas en mis manos con leche de almendras y arándanos, con queso mozzarella y albahaca, con limones y tomates para ensalada, y un montón de otras cosas que contienen antioxidantes, omega tres y fibra y son tan beneficiosas para mi salud mental, y que he comprado con tanta alegría y confianza de poder – si no prevenir, al menos controlar – lo inevitable y comprobar si se me ve, si se me ve que ya no soy señorita sino señora, si tengo más canas, si ya tengo arrugas, o ¿debo decir -más arrugas?, o tal vez: ¿arrugas más profundas?, si mi piel ha perdido su brillo y frescura, si mis ojos también han envejecido – dónde está el espejo -, si la redondez perfecta de mis pechos hermosos se ha convertido en una masa deforme – dios mío, soy vieja – si la barriga sexy y pequeña que antes solía observar y acariciar con el cariño de madre orgullosa (¡antes!) ya nunca será la que era – lo saben todos – , y en lugar de esto le devuelvo la sonrisa cómplice y las dos iluminamos al señor que ha pronunciado la palabra embrujada y que no se ha dado cuenta de nada.
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Pero tu esta todavia una jovencita!
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